LXI

El Jardín de las Ilusiones y la Furia Desatada

El dulce aroma de las rosas, que en otro momento habría sido un bálsamo para el alma, se había convertido en un veneno que se adhería a la piel de Kaida, un recordatorio constante de que se encontraba en el corazón de un lugar de belleza y de peligro. Se movía con la agilidad de una pantera, sus pies descalzos, insensibles al frío del rocío nocturno, apenas dejaban una huella en el césped. El laberinto de setos, una obra de arte arrogante de la nobleza, era ahora una trampa, cada corredor una posible emboscada. El vestido de seda, que se había convertido en un faro en la oscuridad, se rasgaba contra las ramas de los arbustos, cada rasgón un eco de la vida que estaba dejando atrás. La llave de bronce, aferrada en su mano, era el único ancla en la tormenta de su escape.

Se ocultó detrás de una estatua de mármol de una diosa de la cosecha, su cuerpo se fundía con la sombra. El sonido de los guardias, el eco de las armaduras y el brill
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