El eco de la puerta del despacho al cerrarse resonó en los oídos de Jade mucho después de haber subido las escaleras hacia su habitación, una prisión de seda y silencio. La agresión psicológica de Hywell, esa posesión fría y calculada que se materializó en el toque coercitivo de sus manos y el beso brutal, la había dejado temblando, no solo por el miedo, sino por una mezcla compleja de emociones que apenas podía comprender.
Se despojó del suntuoso vestido de zafiro con movimientos lentos; cada joya parecía pesarle el doble, cayendo al suelo como lágrimas brillantes. Se puso una bata de seda liviana, el tacto frío del tejido contra su piel desnuda, un contraste con el ardor interno que sentía. La habitación, lujosa y solitaria, parecía engullirla. La luz de la luna se filtraba por los altos ventanales, arrojando sombras danzantes sobre el suelo de mármol.
Se arrastró hasta la inmensa cama con dosel, cayendo sobre el colchón suave como si el peso de su alma la hubiera arrastrado.
Cerró