Las lágrimas de la Gorgona

Era débil, y sutilmente, aún a los ojos del genio, el vástago indiscutible de los primeros pobladores de Zimbawbe. No es de extrañar que tuviera un lazo con la anciana bruja Sophonisba... ya que, en una diluida proporción, Marceline era negra.

La cola de Medusa

  1. P. Lovecraft.

            Cuenta la leyenda que alguna vez en las gloriosas tierras de Atenas, existió una hermosa sacerdotisa cuya belleza era tan sublime y tan esplendorosa que despertó la lujuria y las pretensiones románticas de reyes, guerreros, sabios y plebeyos de todas partes del mundo griego.

 Pero la sacerdotisa siempre rehusó todos los avances y las proposiciones amorosas desinteresada en las burdas pasiones carnales y empecinada en cumplir sus funciones como una de las devotas adoradoras de la diosa Atenea, a quien admiraba y amaba con todo su corazón. Había tenido una vida de absoluto celibato y estaba complacida con ello, entregándose en cuerpo y alma a su amada diosa.

 La sacerdotisa se transformó rápidamente en la jefa de sus pares; en la Suma Sacerdotisa, presidiendo las ceremonias y rituales ante la aristocracia ateniense y liderando a las demás devotas. Y sin  duda su belleza era apabullante; hermosos ojos verdes, un rostro fino y perfectamente simétrico, nariz respingada, un cuerpo escultural de pechos rebosantes y piernas torneadas, unas caderas perfectas ensanchadas bajo una cintura diminuta y, la que quizás era su característica más notoria, unos largos y rizados cabellos rubios que le llegaban hasta los firmes glúteos y ondulaban preciosamente lloviendo sobre sus hombros y el resto de su cuerpo.

 Esa belleza sería su perdición.

 La lujuria que provocaba la Suma Sacerdotisa era tan universal que incluso encendió la libido de los dioses. Uno en particular no pudo contener más su deseo por ella y mientras ella oraba sola en la medianoche ante el altar majestuoso de Atenea, una tormenta comenzó a gestarse en los mares. Tremendas olas gigantescas y una lluvia intermitente azotaron la costa ateniense como si se tratara de la furia de un dios frustrado. De entre las aguas enardecidas emergió una criatura amorfa e impulsada por sus incontrolables deseos que recorrió las escarpas, los senderos y los muros hasta el Templo de Atenea en forma de líquido viscoso y llegó hasta donde la Suma Sacerdotisa oraba de rodillas.

 Súbitamente, la mujer sintió como recibía un golpe tremendo y doloroso en su espalda que la tumbó al suelo golpeándose el rostro contra el mármol. Perdió la consciencia por algunos segundos y cuando la recuperó se encontraba boca arriba, su ropa había sido rasgada y su cuerpo desnudo estaba siendo violado por una deidad marina malévola. Cuando finalmente la criatura eyaculó dentro de ella mezclando su semen como agua salada con la sangre de su himen desgarrado, el dios Poseidón saciado se disolvió en agua y desapareció.

 La Sacerdotisa se encontraba destrozada.

 Lloraba inconsolablemente y prorrumpía lastimeros sollozos embargada por el dolor, la ira, el miedo y la impotencia. Finalmente se levantó, sintiéndose sucia y desnuda y empapada del agua salada y el semen de Poseidón e intentó orar de nuevo ante su amada Atenea.

 Pero la diosa se encontraba repugnada. Su Suma Sacerdotisa había traicionado el pacto de celibato; ahora estaba contaminada y deshonrada. Había sido profanada en su templo y eso, a su vez, profanó todo el templo. ¡Y tal blasfemia debía pagarse caro!

 La Sacerdotisa comenzó a sentir un severo dolor de cabeza. Su hermosa cabellera comenzó a desprenderse de su cuero cabelludo ante sus horrorizados ojos. La Sacerdotisa aterrada observó como los mechones de cabello se le quedaban entre los dedos hasta quedarse completamente calva. De su cráneo brotaron extraños bultos que atravesaron la piel provocándole un tremendo dolor y que la sangre brotara de su cabeza. La Sacerdotisa empezó a emitir alaridos de dolor ante la agónica transmutación.

 Los bultos que brotaban de su cabeza rasgando su cuero cabelludo pronto se transformaron en serpientes de afilados colmillos que se removían furibundas para terror de la Sacerdotisa. Su piel comenzó a teñirse de un tono verdoso enfermizo y escamoso, sus uñas se desprendieron dolorosamente de sus dedos y en su lugar crecieron garras afiladas, y vomitó sangre junto a todos sus dientes humanos, para luego ser sustituidos por colmillos serpentinos y una lengua bífida.

 Y sus ojos se tornaron negros como la oscuridad.

 —¡POR QUE! —clamó la mujer hacia el cielo— ¿¡Por qué a mí!? ¡Yo no hice nada!

 Pero clamaba a deidades sordas y arrogantes…

*

            El Rey Acrisio, soberano de Argos (al menos la mitad del tiempo), se introdujo en la lóbrega cueva donde habitaba el Oráculo; un lugar húmedo y sórdido repleto de tinieblas asfixiantes.

 Sentada a orillas de un enorme y burbujeante caldero que exudaba una humarasca pestilente y cubierta por una negra capa y capucha, se sentaba el Oráculo.

 —¡Respetuosos saludos te elevo, oh gran Oráculo! —dijo el soberano postrándose ante la extraña mujer cubierta por tinieblas y telas. —Soy el Rey Acrisio y he venido a consultar tus grandiosos vaticinios.

 La mujer retiró su capucha. Era una mujer joven, no mayor de 30 años, de cabellos negros y rostro tremendamente pálido, hermoso salvo por sus ojos blancos y lechosos totalmente ciegos. Con melódica voz de entonación enigmática, la pitonisa dijo:

 —En este lugar de sombras siniestras, así serán de lóbregas las respuestas.

 Acrisio interpretó esto como una aprobación y consultó:

 —Hasta ahora y por mutuo acuerdo, mi hermano gemelo Preto y yo nos hemos alternado el trono un año cada uno. Actualmente yo gobierno pero en cuestión de meses él asumirá de nuevo por otro período. Sin embargo, él no tiene hijos y aquél que logre tener un heredero podría asumir la corona permanentemente. Sólo tengo una hija, la Princesa Dánae. ¡Los dioses me han negado la gloria y la bendición de un hijo! Dime, oh gran conocedora del destino, ¿tendré alguna vez un heredero varón?

 La mujer se ensimismó para frustración del diarca. Introdujo algunos hierbajos extraños y malolientes en el caldero y del humo que brotó de éste y que aspiró narcóticamente, pareció extraer su profecía, y declaró:

 “Después de mucho dolor y lágrimas.

 Un varón con tu sangre en tu trono se sentará,

 Hijo de Dánae concebido en las tinieblas.

 A su abuelo el Rey Acrisio matará”.

 Acrisio tembló ante la predicción funesta. Tendría un nieto, concebido en secreto por Dánae quien lo asesinaría para usurpar el trono. ¡Eso no lo permitiría!

 Enardecido por el mal augurio, pateó el caldero de la Oráculo derramando su contenido sobre el suelo cavernoso, y salió bufando del lugar. La mujer apenas reaccionó como si su naturaleza etérea la hiciera indiferente de los sucesos en su entorno.

 Afuera, una intermitente lluvia que había empapado al caballo del gobernante lo flageló gélidamente de inmediato.

 Mientras cabalgaba frenéticamente reflexionaba sobre lo que debía hacer. “No puedo asesinar a Dánae, el pueblo no lo aceptaría y me derrocarían”. Finalmente, desmontó de su caballo a las puertas del palacio y se adentró rápidamente en busca de su hija.

 Recorrió los oscuros pasillos apenas iluminados por algunos candelabros e ignoró a los sirvientes que le reverenciaban y que intentaban obtener su aprobación dispensándole atenciones y favores.

 Pero Acrisio sólo estaba interesado en una cosa; encontrar la habitación de Dánae.

 Entró de golpe al aposento y lo que observó lo crispó aún más llenándolo de una ira histérica…

 El grito de Acrisio fue atronador.

 En la cama donde yacía la joven adolescente recién entrada a la pubertad, se encontraba desnuda al lado de su tío Preto, el hermano gemelo de Acrisio. Idénticos en cada detalle físico como dos gotas de agua.

 —Siempre nos hemos odiado, hermano —recordó amargamente Acrisio con una irrefrenable cólera que le atragantaba la garganta— desde que estábamos en el vientre de nuestra madre… ¡Pero esto! ¡Esta es una infamia! ¡Mereces morir como un perro!

 —No olvides, hermano mío —dijo Preto— que soy el corregente de este reino, y que tanta autoridad tienes tú como yo.

 —Veremos que opinan los nobles y los plebeyos cuando se enteren de tu crimen. ¡Guardias! —vociferó febrilmente— ¡Llévense a este inmundo cerdo al calabozo!

 En cuanto los hombres obedecieron y se llevaron a rastras a su hermano, Acrisio con desprecio observó a su hija desnuda que se cubría bajo las sábanas de su cama profanada. Apretó los puños deseoso de golpearla y la joven intuyendo sus intenciones se encogió de hombros y se cubrió el rostro con las cobijas. Acrisio se contuvo y con desprecio le dio la espalda habiendo descubierto como resolver su problema.

Siendo tan solo una niña que apenas había entrado a la edad reproductiva, la infortunada Dánae fue recluida en una enorme y oscura torre tan alejada como era posible del centro de la ciudad de Argos. Tenía una única ventana por la cual podía observar a lo lejos las bucólicas edificaciones de la metrópoli donde nació. Su único contacto humano era cuando un silente guardia, que había sido castrado para impedir que sintiera alguna tentación por la princesa, le dejaba los exiguos alimentos y que nunca le hablaba. Totalmente aislada del trato humano, Dánae languideció sumida en la más desesperante y enloquecedora soledad, perdiendo la razón día tras día.

 Ajena a los acontecimientos políticos de su reino, no supo que su tío Preto había escapado de la cautividad y que se refugió en Licia, donde se casó con la hija del rey local y regresó a Argos disponiendo de un ejército gigantesco y fulminante.

 Los soldados licios asolaron las fuerzas de Argos y el Rey Acrisio se vio forzado a renunciar a la mitad de su reino. Argos fue dividida en dos; una mitad gobernada por Acrisio y la otra por Preto. Y después de mucha sangre, muerte y destrucción, cada quien siguió su vida arrogante y ambiciosa olvidando a la infortunada Dánae por siempre en su injusto presidio.

 Pero Dánae era observada desde lo alto.

 Existía en el Cosmos un lugar espléndido de maravillas inimaginables; el Olimpo, el celestial reino de los dioses. Allí, cohabitaban las poderosas deidades que observaban caprichosamente al ser humano y demás seres de la creación. Las galerías palaciegas enchapadas en oro, diamantes y joyas se engalanaban con las más bellas y sedosas cortinas. En el centro del Olimpo se encontraba el Salón del Trono donde las divinidades realizaban conciliábulo, el más estupendo trono de oro sólido se situaba al lado de una enorme fuente desde la cual podía verse todo lo que sucedía en el Universo. Allí se sentaba Zeus, el Rey de los Dioses.

 Zeus observaba intrigado a la Torre donde se encontraba confinada la joven adolescente Dánae. A pesar del encierro que le había afectado psicológicamente dándole un semblante enfermizo y desconsolado reforzado por la palidez que la falta de sol le producía, Dánae era bellísima; de ojos azules, largos cabellos rubios y ondulados, piel blanca como la leche y un cuerpo esbelto y firme. Zeus se removió intranquilo contemplándola mientras acariciaba su mentón y su lujuria legendaria crecía y crecía.

 Pero en esta ocasión no sentía simple libido, sino que su corazón genuinamente se había conmovido por la desgracia que asolaba a la muchacha.

 Así, una nueva lluvia torrencial azotó las inmediaciones de Argos. Los relámpagos resonaban resquebrajando el cielo y la pobre Dánae se estremeció de temor; un temor infantil que ningún adulto consolaba en las oscuras y solitarias noches.

 Extrañamente, la intermitente lluvia comenzó a tornarse dorada…

 Temblorosa y asustada, Dánae escuchó como un ensordecedor relámpago cayó justo en su ventana provocando un estallido de rayos eléctricos multicolores y la entrada a la habitación de la anómala lluvia dorada.

 Aterrada, se cubrió el rostro después de ser cegada por las luces eléctricas temiendo su muerte calcinada.

 Lo que ella no observó fue que los rayos de energía se modificaron transmutándose hasta formar un cuerpo antropoide que pronto se materializó en un hombre de barba blanca y cabello largo y cano, facciones mediterráneas y cuerpo fornido; Zeus.

 —No temas —le dijo y Dánae escuchó la primera voz que no era suya en mucho tiempo— no quiero lastimarte.

 Dánae se descubrió el rostro y contempló a su acompañante. Se trataba del primer ser humano con el que interactuaba en muchos años.

 Esa noche ella y Zeus conversaron por muchas horas, y posteriormente hicieron el amor. Dánae disfrutó cada segundo de ambas cosas pues tenía una eternidad sin ser tocada por otra persona y sin recibir cariños o atenciones de ninguna naturaleza. Zeus continuó visitándola por muchos días más hasta que en una ocasión el lánguido guardia los escuchó. Alarmado y presumiendo que se trataba de algún intruso que hábilmente hubiera podido burlarlo, entró al calabozo y encontró al mismísimo Rey de los Dioses copulando con la hermosa princesa. Zeus simplemente sonrió, se separó de su núbil amante y salió por la ventana transformándose en una gloriosa águila y dejando sola a una Dánae desnuda en su cama a quien ya se le notaban algunos meses de embarazo…

*

Dánae despertó en la más absoluta y tremenda oscuridad…

 Gritó desesperada, pero sus gemidos resonaron ecosos en una asfixiante prisión; en las lóbregas y claustrofóbicas entrañas de un cofre.

 El grito despertó a su bebé, que llamó Perseo, que comenzó a chillar molestamente.

 Su cruel padre la introdujo, junto a su bebé recién nacido, en un enorme ataúd y la lanzó al mar para cerciorarse que moriría. Demasiado cobarde como para derramar su sangre y temeroso de la ira de Zeus en caso de asesinar a su hijo, Acrisio decidió abandonarla a su suerte en una muerte segura en las tempestades profundas de los mares.

 Pero las aguas que transportaban el ataúd donde Dánae y su hijo lactante se encontraba enterrada en vida eran calmas y apacibles pues, por orden de Zeus, un reticente Poseidón había sosegada la ira oceánica y sus corrientes llevaron el ataúd hasta las costas de la isla Sérifo, donde para sorpresa del humilde pescador Dictis, fue extraído de las aguas en sus redes y se descubrió su inusual contenido.

En las cálidas tierras africanas se erguía el reino de Etiopía, rodeado por una selva tropical y vecino del poderoso Imperio Egipcio. Cefeo, rey de Etiopía, era hijo del Faraón Belo y había heredado los rasgos de piel morena y cabello negro rizado de su padre. Su esposa, Casiopea, era una etíope nativa de piel negra, cuerpo voluptuoso y largos cabellos ensortijados que le llegaban a la cintura, y se decoraba con sonoros collares y pulseras. Producto del matrimonio había nacido la Princesa Andrómeda, casi idéntica a su madre en belleza, aunque su cabello era un poco menos largo y al ser más humilde y menos ostentosa que su progenitora, gustaba de vestir moderadamente y rara vez lucía las lujosas joyas traídas de todas partes del África que ostentaba con frecuencia su progenitora.

 La familia real se sentaba en sus majestuosos tronos frente a su corte de guerreros, ministros, concejeros, nobles y chamanes a recibir los tesoros cobrados por las provincias sometidas en Nubia y Saba y a ser atendidos por sus sumisos esclavos.

 —¡Una nueva victoria para el poderoso reino de Etiopía —anunció el general Agenor trayendo el último botín— para gloria de nuestros soberanos el magnánimo Rey Cefeo y su esposa la Reina Casiopea, la más bella de todas las mujeres del mundo!

 —¡Hablas sabiamente Fineo! —le reconoció Casiopea complacida y se aproximó hacia la bandeja de oro que éste cargaba en sus manos y que estaba repleta de tesoros inconmensurables. Divisando los enormes diamantes y los bellos collares de perlas agregó; Eres digno prometido de mi hija. —luego se colocó las alhajas y dijo: ¿Hay en el mundo otra mujer más hermosa que yo? ¡Si hasta las mismas nereidas, hijas de Poseidón, palidecen ante mí y se verían horrendas comparadas conmigo!

 Entonces las aguas del mar se encabritaron y las olas comenzaron a picar más fuertemente, y un gélido viento marino asoló las costas etíopes.

  Una burbujeante maldad empezó a gestarse de entre las profundidades más lóbregas del fondo marino. De entre el interior de las cavernas y los insondables abismos oceánicos brotó una pesadilla monstruosa comandada por el iracundo Poseidón que deseaba lavar la ofensa en su contra con sangre. Un ser espantoso y mórbido de aspecto horripilante y dimensiones gigantescas salió del fondo del mar y se enrumbó hacia Etiopía…

 Era el Leviatán.

El monstruo marino grande como diez ballenas juntas, mostró su lomo asqueroso de entre las aguas, repleto de costras y vestigios adheridos mientras dormía en el lecho marítimo. Provocando el terror entre los infortunados marinos de cada embarcación que se topó con él y que fue despedazada por sus tentáculos gruesos como troncos de árbol.

 La abominación marina provocó una huracanada tempestad que arrasó con todos los navíos etíopes desde las humildes canoas de pescadores hasta los poderosos barcos de guerra de la flota naval del rey. La tempestad destruyó las costas y los puertos etíopes, causó una serie de inundaciones que aniquilaron cosechas y destruyó la ciudad y cobró cientos de vidas provocando mucha desgracia y desolación.

 La noticia de que el horrendo Leviatán se aproximaba a Etiopía desde altamar llegó pronto traída por los pocos marinos que sobrevivían el encuentro y causó pánico entre los pobladores que escaparon rápidamente.

 El desesperado Cefeo contempló desde su palacio las espantosas inundaciones que la petulancia de su esposa habían causado; galones de agua encharcada que había transformado los pasillos de la ciudad en canales repletos de escombros y de personas y animales ahogados cuyos cadáveres exudaban un hedor a muerte y pestilencia.

 —¡Esto es tu culpa! —recriminó Cefeo a su esposa Casiopea mientras el sonido del aleteo de las moscas embargaba el ambiente producto de la mortandad.

 Entonces uno de los sacerdotes recordó la profecía que alguna vez la hermosa ciega pitonisa que ejercía como Oráculo predijo a Cefeo cuando éste le consultó algunos años en el pasado y que fue incomprensible en aquella época.

“Del abismo emergerá un demonio que aterroriza,

Pero el agua es menos espesa que la sangre,

Sólo con el sacrificio de la etíope princesa,

Se saciará del Leviatán su hambre”.

 —¡No! —chilló angustiada Casiopea— ¡No puede ser ese el precio a pagar!

 —Sólo la muerte de Andrómeda —adujo el Sacerdote de Amón— sacrificada al Leviatán podrá salvar a nuestro pueblo.

 —¡Mi hija no! —reclamó de nuevo Casiopea y abrazó a la silente Andrómeda que se veía ensimismada.

 —Debe haber otra solución… —se dijo como hablando solo el Rey Cefeo.

 —Si he de morir —declaró Andrómeda con cierta templanza y sangre fría— que así sea, sin con ello detengo esta masacre y aplaco la ira de los dioses.

*

 Dictis crió al joven Perseo como a su propio hijo y le dio un hogar a Dánae. Viviendo como un pescador en una humilde cabañita a orillas de un acantilado, Perseo tuvo una niñez maravillosa y feliz retozando entre las aguas, aprendiendo el oficio de su padre, jugando con su madre —que era apenas una jovencita— y coqueteando con las hermosas muchachas hijas de los marineros, campesinos y otros vecinos de su padre.

 Sin duda, un hijo de Zeus.

 No obstante, Dictis guardaba un oscuro secreto que no tardaría en resurgir…

 En cierta ocasión la caravana del Rey Polidectes llegó a las costas donde pescaba Dictis. Decenas de guardias y abanderados cabalgando en finos corceles componían la escolta de un sujeto de aspecto tosco y sádico. Polidectes era turbio, de aspecto robusto, con varios tatuajes que le cruzaban los brazos y parte del cuello, la cabeza totalmente rapada y una abundante barba, mostraba su desagradable sonrisa amarillenta conforme se bajaba del caballo y abrazaba a Dictis para sorpresa de Dánae y el joven Perseo.

 —¡Hermano mío! —dijo el Rey Polidectes— no te había visto en muchos años.

 —Supuse que estabas ocupado gobernando y nunca quise molestarte, hermano —respondió el pescador.

 Dictis sabía desde que eran niños que su hermano era una persona peligrosa. Mientras él se dedicaba a las apacibles tareas de pesca, su hermano se había convertido en un rufián local y pronto se convirtió en el líder una pandilla de maleantes dedicados a asaltar transeúntes. Su genio y personalidad carismática le permitió acumular gran poder hasta que lideró una turba de gandules que derrocaron al anciano rey de la isla y se autoproclamó como nuevo gobernante convirtiéndose en un tirano. Se olvidó de su hermano el humilde pescador mientras se dedicaba a una vida de lujos y excesos, así que su visita sólo podía entrañar algún motivo turbio que Dictis no tardó en dilucidar.

 —¿Y quien es esta bella mujer que vive contigo, Dictis? —preguntó el dictador posando sus ojos en Dánae quien seguía siendo tan hermosa como siempre aunque ya contaba casi treinta años. —No me habías dicho que te habías conseguido a una mujer tan bella para que te acompañara en las noches. ¿Y que fue de tu esposa Cilene?

 —Sigo felizmente casado con mi amada Cilene —declaró Dictis reprimiendo su molestia— y a Dánae le he propinado únicamente el trato que se le proporciona a una hija.

 —¡Me alegra escuchar eso! —dijo Polidectes relamiéndose y se aproximó hacia Dánae quien bajó la mirada y miró hacia la izquierda conforme el repulsivo Polidectes le acariciaba la mejilla con sus rasposos dedos. Luego le aferró el mentón para que lo mirara de frente y Dánae percibió su pestilente aliento. Polidectes entonces la aferró por la cintura con la mano derecha y con la izquierda en su pecho declaró; —¡Vendrás conmigo al Palacio a mi lado como una ofrenda de mi querido hermano…!

 Súbitamente, uno de los guardias que escoltaban a Polidectes y que se sonreía maliciosamente al ver el comportamiento de su amo, pagó cara su distracción siendo golpeado por la espalda y despojado de su espada. Perseo, el autor de la agresión, corrió hasta donde el tirano manoseaba a su madre y sorpresivamente le aferró por la espalda colocándole el filo en el cuello.

 —¡No toque a mi madre, cerdo! —le dijo. Polidectes, preocupado, se alejó de la mujer. Los guardias estaban alerta, pero era demasiado tarde, pues la vida del sátrapa estaba en manos de Perseo.

 —Tranquilo… tranquilo muchacho… —le dijo— si me matas, mis guardias te matarán…

 —Pero tú te irás al Hades antes que yo.

 —¿Qué quieres?

 —Quiero tu juramento de que no me lastimarás a mí ni a mi madre. —Polidectes titubeó pero un nuevo empujón de Perseo a la hoja de la espada en su cuello le persuadió.

 —¡Está bien! ¡Lo juro!

 —¿Lo juras en el nombre de Zeus?

 —¡Sí, lo juro!

 Perseo liberó a Polidectes quien se alejó de él maldiciendo y acariciándose el cuello levemente rasgado por la hoja. Se sintió tentado a ordenar a sus guardias que ejecutaran a Perseo, ese mocoso adolescente que lo observaba altivamente de frente, para luego violar a su madre… pero en cuanto esos pensamientos cruzaron su mente, sonoros relámpagos empezaron a retumbar en el horizonte como un amenazante recordatorio de Zeus de que romper la palabra se paga caro.

 Así que Polidectes decidió largarse de allí junto a su comitiva, para planear su venganza en otra ocasión…

*

            Naturalmente un hombre como Polidectes no estaría complacido con lo ocurrido. Durante dos días y sus noches meditó el asunto mientras se hartaba de los manjares en su mesa al lado de sus groseros compinches y disfrutaba del cuerpo de hermosas esclavas que ahora le parecían insípidas y desagradables al compararlas con el objeto de su obsesión; la angelical Dánae.

 Finalmente, tuvo una idea;

 Regresó al lado de su comitiva al hogar de su hermano Dictis, la pequeña y rústica cabañita de madera, y declaró:

 —Hemos decidido enviar un regalo de parte de esta Isla a la hermosa Reina Hipodamía de los lápitas. Cada familia deberá entregarnos un caballo como ofrenda.

 —No tengo caballos —adujo Dictis— soy un hombre pobre y sólo dispongo de mi barco para pescar que, sin él, moriremos de hambre.

 —Soy un rey razonable —dijo Polidectes fijando su mirada en Dánae que observaba con rostro consternado por entre el umbral de la cabaña— puedo aceptar otro tipo de ofrenda como, por ejemplo, la mano de tu hija adoptiva en matrimonio…

 —¡Jamás! —vociferó enfurecido Perseo y emergió de la cabaña— —¡Juraste nunca lastimar a mi madre!

 —Si Dictis la cede en matrimonio no la estaría lastimando, estaría realizando un acuerdo marital plenamente legítimo. Claro, en caso de que no acepte, siempre puedo embargar su barco…

 —¡No! —dijo Perseo— pídeme lo que quieras y te lo traeré.

 Entonces Polidectes tuvo una idea brillante que le iluminó el rostro. Había escuchado la leyenda de una espantosa criatura amalgama de mujer y serpiente que convertía a quien la observara en piedra; una de las tres monstruosas gorgonas.

 —Quiero la cabeza de Medusa…

 Dictis bajó la mirada apesadumbrado sabiendo que la petición de su hermano era una sentencia de muerte, y Dánae se cubrió el rostro con las manos mientras amargas lágrimas brotaban de sus ojos azules.

 —Claro que si eres un cobarde —continuó Polidectes— podré embargar el barco de Dictis o casarme con tu madre. ¡Tú escoges!

 —Te traeré la cabeza de Medusa gustoso —declaró Perseo engreídamente— o moriré en el intento pues prefiero morir mil veces que ver a mi madre casada con un cerdo como tú.

*

Perseo se encaminó hacia su fatídica tarea. Su primer destino fue la escabrosa cueva de las Grayas, tres horripilantes y deformes brujas que nacieron ancianas y que sólo tenían un único ojo que compartían entre las tres, pero que según se decía, eran capaces de ver cualquier cosa por lo que lo sabían todo.

 Las Grayas eran criaturas execrables, de piel verdosa y rugosa como la de un muerto y largas y deformes narices, las rótulas donde debían tener los ojos estaban vacías y en cambio, un enorme agujero se ubicaba en sus frentes donde colocaban el detestable ojo común que parecía el repulsivo órgano óptico de una serpiente. Vestían prendas harapientas y tenían voces chillonas como graznidos de buitre.

 Perseo les robó el ojo mientras dormían y las obligó a darles la localización de la Medusa.

 Encaminándose hacia el lugar indicado, Perseo decidió descansar algunos momentos. Se aproximó a un cristalino lago donde lavó su rostro. Sorprendido, contempló su reflejo en el agua y observó un rostro femenino precioso.

 Se alejó del agua al percatarse de la realidad y del líquido surgieron tres hermosas muchachas de aspecto juvenil y que parecían estar hechas de agua. Las ninfas tomaron sustancia aunque mantuvieron su aspecto acuoso y sus largos cabellos verdosos más parecían algas marinas, además se decoraban con una corona de objetos marinos como estrellas de mar, ostiones y conchas.

 Las tres náyades eran tan pero tan bellas como horrendas eran las grayas en su cueva.

 Las ninfas sonrieron ante Perseo y le dijeron con voz cantarina como el sonido de un arroyo que habían sido enviadas por los dioses para ayudarlo y que le tenían tres regalos.

 —Este es de parte de tu tío, el dios Hades, y es un casco que vuelve invisible a quien lo use —dijo una entregándole el misterioso yelmo.

 —Este es de parte de tu medio hermano Hermes —aseguró una segunda náyade— unas sandalias aladas que te permitirán volar.

 —Y éste —adujo la tercera náyade— es de parte de tu padre, Zeus, y es un escudo que te servirá mucho, si sabes como usarlo.

 —Pero —preguntó Perseo tomando el platinado objeto— ¿de que me servirá un escudo contra Medusa si ella no mata con armas?

 —Zeus dijo que si eras digno hijo de él lo comprenderías… —respondieron al unísono y luego se disolvieron en húmedo rocío que se esparció por doquier.

Viajando en sus sandalias voladoras, Perseo llegó velozmente hasta las grutas horribles donde habitaba la Medusa ubicadas en una solitaria isla muy alejada del resto de la Humanidad. Allí se erguían unas ruinas dejadas atrás por alguna misteriosa y críptica civilización preternatural, quizás previa a los humanos, y cuyos vestigios derruidos como un cementerio lúgubre y pavoroso servía de hogar a las tres gorgonas.

 A lo largo de toda la isla se repetía el mismo tórrido escenario; una innumerable cantidad de estatuas de piedra de personas y animales de todo tipo. Feroces bárbaros de largas barbas y cascos con cuernos vestidos con pieles de oso y de lobo y armados con hachas, salvajes africanos semidesnudos con lanzas, poderosas amazonas de bellos y fornidos cuerpos, pretenciosos guerreros griegos con sus cascos y petos, caballos, perros, zorros e incluso pájaros que caían al suelo petrificados, todos con rostros horrorizados por siempre congelados en una mueca eterna.

 Y Perseo se preguntó si las víctimas de Medusa realmente morían o quedaban eternamente atrapadas en esa horrible situación…

 Las lóbregas ruinas eran de una naturaleza obscena y escabrosa que helaba la sangre. Las terribles estatuas humanas hacían palidecer el corazón y el conocimiento de que las tres monstruosas criaturas conocidas como gorgonas merodeaban en algún lado era un tormento para el espíritu.

Desde que la espantosa metamorfosis sucedió en ella, Medusa se había acostumbrado al constante movimiento de las serpientes que brotaban de su cráneo. En un principio era una experiencia aterrorizante e incómoda sentir esos seres que se removían encima suyo como sabandijas asquerosas y, aunque intentó cortarlos en cuanto pasó el cuchillo por la piel de una de las víboras sintió un dolor tan terrible como si pretendiera cortarse un dedo, además las mismas serpientes tenían voluntad propia y comenzaron a picarla dolorosamente en la cara, el cuello y los hombros.

 Eventualmente las serpientes dejaron de picarla —quizás a ellas les dolía también recíprocamente— así que desistió de cortarlas y se dio cuenta que su irracional temor femenino a las serpientes desaparecía. Empezó a percibir los burdos pensamientos de los animales cuando éstos sentían hambre, frío, temor, etc., y se dio cuenta que no la dejaban dormir porque siempre se estaban moviendo, pero finalmente se habituó a sus compañeras eternas.

 Medusa emigró lejos hasta la terrible Isla de las Gorgonas donde habitaban los únicos dos seres que no la rechazarían y que eran hijas de Poseidón —su violador— y Equidna, la madre de todos los monstruos que tenía cola de serpiente pero cuerpo de mujer de la cintura para arriba.

 Las dos gorgonas, Esteno y Euríale eran tan amorfas y extrañas como sus padres; de la cintura hacia arriba tenían el cuerpo de una mujer humana casi perfecto; un vientre plano, unos pechos firmes, piel suave y un rostro de rasgos femeninos hermosos salvo por los colmillos de víbora que resaltaban cuando abrían la boca, la lengua bífida y los ojos de serpiente. Esteno, la menor, tenía el cabello un poco más corto y le llegaba al mentón y era de color castaño, mientras que Euríale tenía el cabello largo hasta la cintura y muy, muy negro. La mayor diferencia entre ambas era que Esteno tenía su cola terminada en un cascabel mientras que Euríale aparentaba más ser un pitón.

 Sin duda eran hermanas de Medusa, quizás no en el sentido biológico pero si en cuanto a ser una monstruosidad producto de la lujuria de Poseidón.

 Medusa fue bien recibida por sus hermanas y entre ellas encontró consuelo. Su capacidad de volver a quien la mirada en piedra no afectó a las gorgonas y más bien sirvió como un mecanismo para deshacerse rápidamente de los molestos visitantes que generalmente buscaban obtener la gloria dándoles muerte.

 Perseo se aproximó invisible hasta el lóbrego y gélido punto de las ruinas en donde convergían las tres gorgonas. Recordando que de ver el rostro de Medusa quedaría petrificado para siempre cerró los ojos y ocultó su rostro tras el escudo…

 Entonces entendió la utilidad del escudo…

 El casco de Hades le otorgaba la invisibilidad pero él, y todo objeto que tocara, era perfectamente visible para si mismo. Si caminaba de espaldas podía utilizar el escudo para ver el reflejo de Medusa sin verla directamente y, al menos en teoría, evitaría quedar transmutado en piedra…

 Podía no funcionar, pero no tenía otra opción.

 —¡Siempre estas pensando en cosas inmaduras, hermana mía! —le regañaba Euríale a su hermana menor Esteno con tono maternal ante las sugerencias algo infantiles de la chica-demonio. Esteno era mucho más juguetona e inquieta que sus hermanas y gustaba de realizar juegos y bromas con los mortales.

 —No veo que tiene de malo el buscar un centauro y ver como saldría un hijo de él y de nosotras. ¡Sería un experimento divertidísimo!

 —¡Por los dioses, Esteno! —sermoneó Euríale— deja ya de proponer cosas tan tontas…

 —¡Uy eres una aburrida! —reclamó entre dientes y cruzando los brazos con tono juvenil.

 Medusa sonrió…

 —¿Escucharon eso? —dijo súbitamente Medusa poniéndose alerta. Las serpientes en su cabeza habían percibido movimiento y ella afinó el oído y pudo escuchar cautelosos pasos que se aproximaban hacia ellas. —¡Hay alguien aquí!

 Las otras gorgonas se pusieron en guardia y el cascabel de Esteno sonó más frenéticamente tratando de anticiparse al extraño visitante invisible.

 —Si encuentro al invasor —amenazó Esteno— se arrepentirá de haber nacido…

 En su búsqueda las gorgonas caminaron a unos cuantos pasos Perseo haciéndolo sudar frío y tragar grueso, pero él trato de mantener su temple y continuó caminando de espaldas hacia donde estaba Medusa mientras la observaba por su escudo. Una vez cerca de ella… ¡la abatió!

 —¡NO! —gritó Esteno al observar como la cabeza de su hermana Medusa rodaba por el suelo y de su cuerpo sin vida brotaba un chorro de sangre como una fuente infernal. Súbitamente la cabeza desapareció del suelo y la sangre mostró huellas que se dibujaban en ella producidas por pies invisibles. Esteno y Euríale se lanzaron en su persecución clamando venganza pero pronto Perseo puso en funcionamiento sus sandalias voladoras y escapó del lugar ileso dejando a las gorgonas rabiando por la muerte de su querida hermana.

*

En las costas africanas el monstruoso Leviatán continuaba su sangrienta labor. Destruía todo a su paso y convertía los puertos y las ciudades costeras en escombros en pocas horas.

 Para calmarlo, fue encadenada sobre uno de los riscos que encaraban el océano la hermosa Andrómeda. Las gruesas cadenas que la sujetaban mediante grilletes en sus muñecas eran de acero inoxidable y conforme el viento marino y las olas que repicaban a sus pies comenzaron a humedecerla, Andrómeda maldijo su suerte y ya agotada de soportar el peso de su cuerpo en sus lacerados brazos y sus muñecas lastimadas rogó para que el Leviatán llegara pronto a devorarla y pusiera fin a su dolor.

 Sus ruegos fueron respondidos…

 Una entidad aparatosa en maldad y horripilancia comenzó a divisarse a lo lejos. Un ser que parecía la culminación de todos los horrores, repleto de tentáculos y con una larga cola de pez y un rostro similar al de una ballena mezclada con un cocodrilo, una boca repleta de afilados colmillos y los ojos grandes y redondos de un batracio la observó a lo lejos hambrientamente.

 Ante la visión tan espeluznante Andrómeda profirió ensordecedores alaridos.

 En su trayecto de regreso hacia Sérifo, Perseo sobrevoló a toda velocidad sobre mares y montañas. Mientras bordeaba la costa etíope escuchó los lamentos desgarradores de Andrómeda y se aproximó hasta donde ella. Contempló a la infortunada joven a punto de ser devorada viva por un ser aborrecible y se vio impelido de ayudarla.

 Andrómeda podía sentir el bao quemante y nauseabundo del Leviatán tan grande como una isla que con su enorme bocaza podía tragarla completa y palideció del horror. Cuando entre ella y la criatura se interpuso un joven que volaba asumió que se trataría de algún dios que venía a salvarla.

 Perseo extrajo de la bolsa ensangrentada en su mano derecha la cabeza de Medusa y la mostró a los ojos del demonio marino. El Leviatán prorrumpió en un rugido terrible y gradualmente las células de su cuerpo comenzaron a transmutarse y a volverse inorgánicas como la más dura roca. En cuestión de instantes la horrenda criatura fue convertida en un gigantesco peñasco de forma monstruosa que emergía del mar, y luego se desintegró por su propio peso.

 Perseo liberó a Andrómeda de sus cadenas con su espada y la llevó volando hasta el Palacio de sus padres.

¡Que celebración!

 En las calles de todas las tierras de Etiopía las gentes salían a vitorear el triunfo de Perseo sobre el Leviatán al tiempo que cantaban y festejaban. El Rey Cefeo declaró tres días de fiesta y carnaval y celebró un banquete de bodas para celebrar el matrimonio entre Perseo y su hija Andrómeda.

 Pero no todos estaban contentos…

 El general Fineo, prometido de Andrómeda, refunfuñaba molesto mientras aplastaba sus alimentos sin comerlos pues carecía de apetito. Frunció aún más el entrecejo al escuchar el brindis de Cefeo;

 —¡Brindemos! —dijo el Rey— ¡Por que los dioses han traído a nuestras tierras al más valiente de todos los hombres! ¡A un joven que siendo aún apenas un muchacho vale más que todos los soldados de mi ejército juntos!

 —¡Basta ya! —gritó furibundo Fineo levantándose de su asiento y golpeando la mesa. —¡Alguna vez el Rey de Etiopía empeñó su palabra! ¿Será que ya no existe el honor?

 —¿Qué palabra es esa? —preguntó Cefeo intrigado.

 —¿No juraste que me darías a tu hija en matrimonio?

 Los comensales murmuraron entre sí.

 —Fineo tiene razón, amado mío —dijo Casiopea que no deseaba que su hija se casara con un plebeyo— no podemos romper el compromiso de nuestra hija sólo por estas circunstancias particulares…

 —¡Padre! —reclamó Andrómeda que, sin dudarlo, prefería casarse con el joven y apuesto Perseo antes que con Fineo que tenía edad para ser su padre— ¡Le debo la vida a Perseo y tú le debes tu reino!

 —¡Que dilema! —se dijo a si mismo Cefeo— por un lado sin duda Perseo merece un premio por su heroica acción. Las viejas costumbres dicen que puede pedir lo que desee por salvar la vida de mi hija, y la ha pedido a ella…

 —Pero él no puede pedir algo que ya tiene dueño —argumentó Fineo— y en el momento en que nos comprometimos Andrómeda es mía. Perseo puede pedirla pero es decisión mía si la cedo o no…

 Los comensales murmuraron de nuevo y la mayoría le daba la razón a Fineo por lo que muchos empezaron a gritar;

 —¡Andrómeda es de Fineo! ¡Permite que se case con Fineo! ¡Cumple tu palabra! —e incluso— ¡Dile al extranjero que se largue!

 —¿Qué se largue? —preguntó Fineo— ¡Pero si él ha matado a una de las criaturas de Poseidón! La furia de éste dios puede resurgir. Debemos darle muerte y entregar su cabeza como ofrenda al dios de los mares.

 Nuevamente hubo gritos de apoyo a favor de esa sugerencia.

 Enfurecido por la deslealtad y el mal agradecimiento, un silencioso Perseo se levantó y alzo la bolsa ensangrentada y dijo:

 —¡Eres muy valiente, Fineo! ¡Deberían hacerte un homenaje! ¿Qué te parece si alguien erigiera una estatua en tu honor para que te recuerden por siempre?

 Entonces extrajo de la bolsa la cabeza cadavérica de Medusa que había comenzado a descomponerse y mostraba rasgos fantasmagóricos; un rostro carcomido de ojos hundidos y la lengua hinchada que lo hacía aún más pavoroso de lo que había sido en vida.

 Fineo quedó congelado en el acto conforme la transformación en piedra empezó a gestarse dolorosamente. El cambio de carne a piedra era más agónico de lo que Perseo había supuesto y conforme los músculos y los huesos de Fineo se solidificaban este exclamaba lastimeros gritos de sufrimiento hasta que, finalmente, su cuerdas vocales también se endurecieron y todo su cuerpo quedó convertido en una estatua retorcida y con un rostro por siempre congelado en una mueca de horror.

 Y así cesaron completamente las dudas sobre el matrimonio entre Perseo y Andrómeda…

*

Dictis, su esposa Cilene y su hija adoptiva Dánae se habían refugiado en el Templo de Zeus en la Isla de Sérifo escapando del acoso de Polidectes quien, habiendo asumido la muerte de Perseo, decidió forzar el matrimonio con Dánae. Y si bien, supersticioso como era, Polidectes no se atrevía a profanar el templo, lo había cercado y los alimentos y el agua escaseaban y pronto se agotarían pues le era imposible a los refugiados el abastecerse por el asedio del tirano y sus guardias y pronto tendrían que salir.

 —Te agradezco mucho el que hayas venido —le dijo Polidectes a su homólogo quien acababa de llegar al lugar, se trataba de Acrisio, el padre biológico de Dánae que había sido informado por los embajadores de Polidectes sobre el fatídico destino de su nieto Perseo y de la rebeldía de su hija.

 —Es lo menos que puedo hacer después de que ayudaste a que me librara de una vez por todas de mi nieto.

 —¡Dánae! ¿¡Me escuchas!? —gritó Polidectes— ¡Tengo aquí a mi lado a alguien que quiere verte!

 —¡Dánea, hija! ¡Soy tu padre el Rey Acrisio! ¡Sigues siendo mi hija y por la Ley de Grecia puedo entregarte en matrimonio a quien yo quiera! ¡Te ordeno que dejes ya esta farsa y salgas de allí para que te cases con el Rey Polidectes!

 Conscientes de su irremediable situación y, al perder la esperanza de volver a ver a Perseo, los parapetados abrieron la puerta y permitieron entrar a Polidectes y compañía quien, gustoso, decidió celebrar la boda allí mismo.

 Ya se encontraba jurando los votos maritales para desgracia de una Dánae que lloraba desconsolada cuando escuchó una voz conocida:

 —¿No estoy invitado a la boda de mi madre?

 Polidectes rabió y encaró al adolescente que entraba por la puerta principal del santuario. Acrisio, en cambio, palideció del temor.

 —Llegas tarde. He esperado demasiado y voy a consumar mi matrimonio con tu madre pase lo que pase. ¡Guardias! ¡Denle muerte!

 Inmediatamente los soldados cercaron a Perseo —que era lo que él quería— y debido a que la cuadrilla militar bloqueaba la vista de su madre y sus abuelos adoptivos, Perseo extrajo nuevamente la calavera de Medusa y pronto además de los ídolos de Zeus y otros dioses, varias estatuas decoraron el Templo, entre ellas la del dictador Polidectes y la del Rey de Argos su abuelo, cumpliendo así la trágica profecía del Oráculo.

 Cuentan los cronistas que Perseo nombró a su abuelo adoptivo Dictis como el nuevo rey de Sérifo por lo que el labriego pescador se convertiría en un nuevo monarca noble y generoso. El linaje de Perseo sería importantísimo pues con Andrómeda tuvo varios hijos incluyendo a Perses, el ancestro de los persas, y a Alceo, el abuelo de Hércules.

 Aunque el final no fue feliz para todos. Los cronistas también aseguran que, tras la muerte de Medusa, su hermana Euríale fue la única que lloró por ella. La única que derramó amargas lágrimas de Gorgona…

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