El presagio maldito

Si no puedo mover el cielo, agitaré el mundo subterráneo.

Sigmund Freud.

            El Rey Layo, de Tebas, se encontraba en una precaria situación. Su trono fue usurpado por dos gemelos pendencieros y requirió exiliarse para salvar su vida. Afortunadamente para él, pudo encontrar amable refugio en la tierra de Olimpia, bajo la protección del bondadoso Rey Pélope.

 Layo vivía en el palacio real al lado de Pélope y se destacó por su gran pericia y talento para el arte de la guerra y todas las disciplinas relacionadas. Era el mejor montador del reino, el más hábil arquero, el más invencible espadachín, tenía le mejor puntería y lograba derrotar a todos sus rivales en la lucha libre. En síntesis, era un hombre muy poderoso y destacado lo que le ganó el favor del rey.

 —Querido Layo —le dijo el monarca en una ocasión en que paseaban por los jardines del palacio, colocándole afablemente la mano en el hombro— mi hijo Crisipo ha alcanzado la pubertad. Deseo que sea un verdadero hombre tan valiente y fuerte como tú. ¿Crees que podrías entrenarlo en las diferentes disciplinas bélicas?

 —Por supuesto, Majestad. ¿Qué mejor forma tengo de retribuirle toda su amabilidad y hospitalidad? ¡Estoy en deuda con usted!

 —Excelente. ¡Pues bien! Allá está el mozuelo —dijo señalando con su dedo índice hacia las fuentes de los jardines donde un muchacho de unos doce años se remojaba las manos en las cristalinas aguas. El chico tenía un cuerpo atlético y una anatomía muy fina y delgada, así como un rostro apuesto y cabellos rizados.

 A partir de entonces y con diaria regularidad Layo se encargó de entrenar al muchacho, enseñándole las destrezas de la espada, el arco y el combate cuerpo a cuerpo. Además le instruyó en equitación y cacería. El jovencito era cada vez más diestro en todo esto para complacencia del Rey Pélope.

 —Levanta más el codo —le decía Layo a su pupilo que tensaba el arco y apuntaba a un blanco lejano, mientras movía el cuerpo del chico para dar más claridad a sus indicaciones. —¡Listo! —declaró y Crisipo disparó dando en el centro exacto del objetivo. —¡Excelente! ¡Muy bien! —felicitó el maestro pero sus congratulaciones se interrumpieron cuando un mensajero le entregó un pergamino. Layo lo leyó atentamente.

 —¿Buenas noticias? —preguntó Crisipo a su tutor al notar como el rostro de este se iluminaba.

 —¡Muy buenas! Mis enemigos murieron y ahora puedo dejar mi destierro y reclamar mi trono en Tebas.

 —Me alegro por usted, Maestro. Sólo lamento que eso implique que debamos separarnos.

 Al escuchar esto Layo tuvo una idea… una idea siniestra…

 Para cuando el sol se ocultó detrás del horizonte el Rey Pélope se había percatado de que su hijo no había regresado del entrenamiento, lo cual era inusual. Ordenó a los esclavos que lo buscaran pero no se encontró rastro de él en todo el reino. Peor aún, tampoco había vestigio alguno de Layo y temió que algo malo le hubiera pasado a ambos.

 Una anciana informó a los esclavos que ella había visto a Layo cabalgando hacia la frontera camino a Tebas con el joven Crisipo maniatado en su caballo. Entonces Pélope se dio cuenta de la temible verdad…

Layo fue entronizado como gobernante absoluto de Tebas y se llamó a una celebración en las calles. La gente vitoreaba feliz por el retorno de su nuevo rey. Layo organizó un banquete en su palacio donde sus comensales comieron deliciosos manjares y buen vino. Una vez finalizado el festín y con algunos tragos en la sangre, Layo se dirigió a su alcoba donde se encontraba el adolescente Crisipo atado a la cama, boca abajo quien rogaba por la libertad.

 Pero las súplicas de Crisipo parecieron enardecer a Layo quien procedió como había planeado antes a saciar su lujuria en el infortunado muchacho.

            La noticia de cómo su hijo estaba siendo violado reiteradamente por Layo llegó hasta los atormentados oídos de su padre Pélope. El enfurecido monarca perdió la compostura, presa de la furia y se arrodilló en el suelo de su palacio golpeando el piso con sus puños.

 —¡Dioses! ¡Dioses! ¡Yo los invoco para que maldigan a Layo! ¡Maldíganlo por favor! ¡Hagan que pague caro su crimen!

 Layo no sabía que en el Olimpo, los indignados dioses, fraguaban ya su castigo. Cuando llegó a su aposento a gozar de nuevo de su prisionero descubrió que el muchacho había conseguido desatarse y escapar y encontró sólo las sábanas manchadas de sangre y semen. Se encogió de hombros y se desentendió del asunto.

 Un rico aristócrata llamado Meneceo, quien conocía el gusto que sentía Layo por los menores, llevó a su hija Yocasta a la presencia del rey tebano. Yocasta era apenas una muchacha de trece años que ya denotaba una espléndida belleza y al verla Layo quedó prendado de ella.

 “¡Será un buen reemplazo!” pensó así que organizó de inmediato una boda. Todos cumplieron así sus objetivos; Meneceo incrementaba su riqueza y poder pasando a ser parte de la familia real y Layo disfrutaría a partir de ese día y todas las noches de la adolescente. La única perdedora era la infortunada Yocasta quien súbitamente fue desflorada por un adulto que podía ser su padre y a quien nunca en su vida había visto y que, a partir de ese día, debía resignarse a satisfacer sin chistar.

 Por otro lado, en Olimpia, Pélope se reencontró con su hijo Crisipo a quien intentó consolar por lo sucedido. Pero el muchacho ya no era capaz de sonreír o de mostrar alegría y hablaba muy poco. No jugaba, no dormía, comía apenas lo suficiente. Pasaba llorando con frecuencia y cuando no sollozaba siempre estaba ensimismado y taciturno. Tanto fue el dolor que sintió que su padre lo encontró con las venas rebanadas dentro de una tina ensangrentada una mañana de tantas y se desmoronó en lágrimas ante el cadáver de su hijo.

            Layo se introdujo a las oscuras cuevas donde residía el Oráculo. En su lóbrego y cavernoso interior residía una mujer de edad madura, tremendamente pálida por la falta de sol. De no ser por sus ojos ciegos cubiertos por tétricas cataratas que los hacían blancos como una nube hubiera sido considerada una mujer hermosa. Se cubría con una capucha negra y se sentaba al lado de un burbujeante caldero.

 —Buenaventura, poderoso Oráculo —dijo Layo reverenciándola— he venido a consultar sobre el futuro que se me depara.

 La pitonisa inhaló los gases misteriosos que exudaban de su caldero y tras entrar en una especie de enloquecedor trance, declaró:

 La sangre con sangre es lavada.

 La vida del padre por su hijo será terminada.

 La maldición de los dioses sobre su descendencia se posa

 Y el hijo a su madre desposa.

 El crimen del padre su destino a sellado.

 Su hijo ha sido el mortal más cegado.

 El vaticinio era claro. El hijo de Layo y Yocasta lo mataría a él y desposaría a su propia madre en una incestuosa blasfemia.

 El rey tebano salió de la cueva apesadumbrado y maldiciendo a los dioses, partiendo velozmente en dirección a su palacio. Allí encontró a su esposa, que ya contaba quince años, amamantando al pequeño bebé que acaba de dar a luz.

 Sin darle mayores explicaciones, Layo le arrebató la criatura de los brazos. Yocasta interrogó a su esposo sobre sus intenciones y este le dijo que iba a matarlo. Yocasta, presa de la desesperación y el dolor, le suplicó que no lo hiciera. Rompió en llanto y se lanzó a sus pies. Aferró las pantorrillas de su marido rogándole por la vida de su hijo. Layo se desprendió violentamente de su mujer y le propinó un par de golpes, alejándose de ella sin sentir la menor misericordia por los sollozos de la joven.

 Luego entregó al bebé a un esclavo ordenándole que le diera muerte en el bosque.

 El esclavo se dirigió hacia la foresta. Colocó al bebé sobre el pasto y extrajo una navaja afilada de su cinto que refulgió siniestramente por la luz. El inocente lactante sonrió y miró con sus ojos inocentes a su latente asesino. El esclavo aproximó la cuchilla al cuello y el bebé le agarró un dedo con su diminuta manita.

 ¡No podía hacerlo!

 El esclavo dejó al niño vivo colgando de un árbol por los pies.

 Por supuesto que los dioses tenían otro destino planeado para el infante.

 Un humilde campesino escuchó el lastimero llanto del bebé y siguió el ruido hasta encontrarlo. Lo desató y cargó en brazos. Tenía los pies hinchados por lo que lo llamó Edipo, que significa “pies grandes”.

 La fatídica suerte estaba echada y los dioses sonrieron macabramente.

Cuando Edipo alcanzó los quince años los rumores de que era adoptado comenzaron a atormentarlo. Había crecido en un hogar cariñoso siendo siempre bien protegido por sus padres en Corinto y sentía un gran amor por estos, pero en efecto, no se parecía en nada a ellos. Así que se dirigió hacia Delfos a internarse en la oscura caverna del Oráculo quien ya estaba convirtiéndose en una anciana y seguía siendo igual de ciega que cuando joven.

 El joven muchacho consultó a la adivina sobre si él era, en efecto, hijo de sus padres o era adoptado. El Oráculo se limitó a repetir las palabras que alguna vez pronunciará lúgubremente en presencia de Layo:

 La sangre con sangre es lavada.

 La vida del padre por su hijo será terminada.

 La maldición de los dioses sobre su descendencia se posa

 Y el hijo a su madre desposa.

 El crimen del padre su destino a sellado.

 Su hijo ha sido el mortal más cegado.

 Las palabras de la mujer calaron terriblemente en el alma de Edipo. Eran vaticinios horribles y tortuosos que lo atormentaban y carcomían por dentro. Edipo asumió que el oscuro augurio se refería a sus actuales padres y decidió nunca más poner pie en Corinto para impedir el cumplimiento de tan sombrío presagio.

 Así es como Edipo caminaba desanimadamente por los senderos sinuosos que rodeaban las montañas de Tebas. Irritado, apesadumbrado, perseguido por sus resquemores, sintiéndose el hombre más desdichado del mundo, hasta llegar a una encrucijada. Una encrucijada tanto en el sentido más burdo y mundano como en el más elevadamente cósmico.

 —¡Apártate del camino, miserable mendigo! —rabió furioso Layo que conducía una carreta jalada por dos caballos y cuyo trayecto era interrumpido por el pesaroso Edipo. Al lado del rey se encontraba una guapa mujer de poco más de treinta años, su esposa Yocasta.

 —¿No sabe que el derecho de paso de estos trayectos los tiene el caminante, patán?

 —¡Insolente! ¿Cómo osas hablarle así a un rey como yo?

 —Él tiene razón, Layo —reconoció la mujer por lo que el enfurecido monarca le propinó un manotazo para acallarla.

 —¡Deje en paz a esa mujer! ¡No la golpee! —defendió Edipo indignado.

 —¡Debería matarte con mis propias manos! —amenazó Layo extrayendo el látigo de los caballos y propinándole algunos golpes a Edipo.

 El muchacho se encontraba tan afectado mentalmente por su desgracia que una incontrolable ira lo poseyó. Desquiciado por la cólera más fulgurante saltó sobre la carreta y aferró a Layo del cuello. Los dos hombres forcejearon y cayeron al suelo revolcándose en el fango. La sangre de Edipo hervía con virulencia homicida y decidió desquitar sus frustraciones y su sufrimiento en el infortunado Layo cuyo cuello aferró con sus manos y comenzó a apretar con todas sus fuerzas. Layo intentó zafarse inútilmente y pronto sus ojos se desorbitaron, su lengua salió de su boca, su rostro se volvió morado y perdió la vida dejando su rostro congelado en una mueca agónica.

 Edipo se separó del cadáver de su víctima.

 Trató de recomponerse lo mejor posible. Limpió el sudor de su rostro y miró a la mujer.

 —Gracias —dijo ella, genuinamente complacida con el hombre que la había rescatado del infeliz matrimonio al que había estado condenada por casi dos décadas. —Venga conmigo a Tebas, quiero agradecerle por haberme librado de este cretino.

 Edipo aceptó. Sentía una profunda atracción por esa mujer tan guapa y carismática. Juntos remontaron en la carreta hacia Tebas. En cuanto cruzaron las estancias palaciegas se devoraron de pasión.

            La complacida pareja decidió cimentar su relación y, en una decisión espontánea, se casaron al día siguiente.

            Los blasfemos hechos acontecidos en Tebas y sus siniestras implicaciones perversas invocaron una maldición terrible. Una plaga se dispersó por el reino y las personas desfallecían como hojas en el otoño. Incontable cantidad de cadáveres putrefactos y pestilentes terminaron inundando la calle. La mortandad fue terrible y oprobiosa. Todo mundo había perdido algún ser querido y el llanto más amargo repletaba cada hogar tebano. Los muertos eran tan numerosos que resultaba imposible enterrarlos y era necesario cavar grandes fosas comunes donde apilarlos. Aún así, los infectados continuaban colapsando sobre las calles más rápido de lo que podía dárseles sepultura.

 Atormentado por esta situación, Edipo el Rey de Tebas, se entrevistó con el sabio vidente Tiresias.

 Alguna vez Tiresias fue un hombre joven e impetuoso. Miró furtivamente por entre un boscoso ramaje a una mujer despampanante que se bañaba en el lago. Su anatomía era tan perfecta que aquel hombre quedó atónito y boquiabierto. La mujer era la diosa Artemisa quien se percató de que era espiada. Al enterarse se aproximó lentamente hacia el boquiabierto Tiresias y le colocó ambas manos en los ojos.

 Tiresias sintió entonces un dolor insoportable como si agujas hirvientes se le estuvieran clavando en los ojos.

 La belleza de Artemisa fue lo último que vio. A partir de ese momento quedó completamente ciego.

 Pero Zeus se apiadó de él y le convirtió en el mejor de los adivinos.

 Así, Edipo llegó hasta la vereda boscosa donde Tiresias solía ejercer como agorero.

 —Saludos, sabio Tiresias —le dijo al anciano de larga barba blanca que caminaba apoyándose en un bastón y tenía una capucha sobre su cabeza. Parecía como si sus párpados hubieran sido sellados y cómo si sus rótulas estuvieran derretidas lo que le daba un aspecto grotesco— soy el Rey Edipo y he venido a consultar el por qué los dioses castigan a Tebas con una plaga tan tremenda.

 —Porque sacrílegos crímenes han sido perpetrados en la tierras tebanas. Un hijo asesinó a su propio padre a sangre fría y luego le robó a su esposa con quien yació aún siendo su propia madre.

 —¡Eso es abominable! ¡Una aberración! ¡Se me revuelve el estómago de sólo pensarlo! ¿Quién pudo cometer actos tan detestables?

 Una mueca que asemejaba una sonrisa irónica se formó en el rostro desfigurado de Tiresias al responder.

 —Edipo de Tebas, hijo de Layo y de Yocasta.

 Las palabras del sabio carcomieron a Edipo como un fuego mortal. Como un veneno que le devoraba las entrañas. Se sintió presa del horror más espeluznante. Su mente se fue sumiendo gradualmente en la locura absoluta. Emitió un alarido tan sonoro y lastimero que incluso aterrorizó a los mismos dioses.

 —¡He sido un ciego! ¡He sido un ciego! —clamó histérico maldiciendo su suerte y el odio de los dioses hacia él y su sangre, luego enterró sus uñas en los ojos y los desgarró con sus propias manos…

            Antígona era una joven adolescente. Desde niña había amado mucho a su amoroso padre quien siempre la trató con mucho cariño. Ella era su hija favorita, a pesar de que su padre también fue atento y cariñoso con sus otros tres hermanos. La noticia de que su amado padre, era también su hermano y que su madre, era también su abuela se difundió por el pueblo y llegó a sus horrorizados oídos.

 Al entrar al palacio encontró el cadáver de su madre y abuela Yocasta colgando de una biga del techo. La mujer, atormentada por las revelaciones de su infamia incestuosa, no soportó la verdad y se suicidó. Su cuerpo comenzaba a mostrar los efectos mórbidos de la descomposición y su rostro empezaba a tener un gesto cadavérico mientras se tambaleaba de un lado a otro.

 Lloriqueando a los pies de la muerta estaba su padre y hermano Edipo, con las mejillas ensangrentadas por las rótulas vacías de ojos recién extirpados en sustitución a las lágrimas. Estaba completamente demente y sólo repetía una y otra vez la misma frase…

 —Mi madre… era mi madre… mi madre…

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