Lamentos en el Inframundo

¡Ah, que desgraciado soy!

¡No hallo palabras para expresar mi dolor!

Solo me queda morir contigo

En este terrible instante

¿Qué haré sin Eurídice?

¿A dónde caminaré sin ella?

¡Eurídice! ¡Eurídice!

¡Ah, ya no me queda más socorro ni esperanza en la tierra ni en el cielo!

¡Ah! ¡Con la vida acabará para siempre el dolor!

Estoy en el camino hacia el negro infierno

Orfeo y Euridice

 Christoph Willibald von Gluck

            Una imagen lastimera y morbosa languidecía bajo el ardiente sol mediterráneo. Tirada sobre el pasto, exánime, con un rostro compungido en una mueca de angustia y dolor que comenzaba a mostrar el tétrico riguris mortis, se encontraba la hermosa Eurídice, la bella esposa del mejor de los poetas y cantantes de toda la Antigüedad, el místico Orfeo. Había muerto tras grotescas convulsiones epilépticas provocadas por un veneno siniestro que le había producido un desagradable vómito y había dejado un espumarajo en su boca. Su ropa estaba rasgada dejando su cuerpo recientemente ultrajado semidesnudo y expuesto ante los elementos y en su mirada perdida se dibujaba el dolor.

 Así, en esa horrorosa pose, la encontró Orfeo mientras recorría los bosques helénicos en su desesperada búsqueda una vez que se percató de su ausencia. Cuando finalmente la encontró, su corazón destrozado por la visión de su amada esposa violada y asesinada se embargó de una pena tan profunda y tan tremenda, que profirió un llanto desolador y terrible que conmovió a todos los seres a su alrededor e invocó las tinieblas haciendo que gruesos nubarrones oscuros e impenetrables oscurecieran al sol mientras él abrazaba a su amada con el corazón desgarrado y derramando aciagas lágrimas.

            Orfeo era legendario por ser el mejor poeta y músico del mundo. Su voz era tan dulce y melodiosa que multitudes masivas se congregaban para escucharlo cantar y declamar poesía. Reyes y reinas, ricos mercaderes, sumos sacerdotes, embajadores, grandes dignatarios, gobernantes de poderosos imperios y toda clase de aristócratas de ilimitada riqueza y poder viajaban desde todas partes del mundo para disfrutar de sus recitales y conciertos. Animales, espíritus, elementales y toda clase de seres mágicos lo rondaban para escucharlo y se dice que sus notas podían hacer florecer las plantas, modificar el clima y domar a las bestias y los monstruos. Incluso se asegura que los dioses mismos bajaban del Olimpo para escucharlo.

 Sin duda Orfeo era además un hombre muy pretendido. No era fornido ya que se había dedicado siempre a labores culturales y artísticas antes que a cultivar actividades atléticas, deportivas o militares, pero su dieta vegetariana y su vida sana y sin vicios le daba un cuerpo esbelto. Siempre fue alguien reflexivo, místico, espiritual y pacifista que gustaba de recorrer los parajes boscosos y aspirar el aire fresco de la montaña antes que embarcarse en gestas guerreras sangrientas o buscar la gloria y el poder y esto, sumado a su talento para la poesía y la música derretía el corazón de toda clase de mujeres; esclavas y princesas, humanas y ninfas, mortales y diosas. Pero Orfeo era muy ensimismado y cordialmente las rechazó a todas porque, siendo un romántico empedernido, jamás entregaría su corazón a nadie que no fuera la mujer perfecta.

 ¡Y Eurídice lo era!

 En cuanto la conoció supo que era la mujer para él. Eurídice no era humana, era una ninfa de los bosques. Su naturaleza feérica le dotaba de una belleza particular de rostro simétrico y mentón agudo, mirada etérica y largos cabellos de un tono rubio-verdoso. Cuando la conoció retozaba junto a otras hermosas ninfas en un magnífico valle florido cruzado por un arroyo cristalino. Al observarla supo que era el amor de su vida y quedó prendado de ella.

 Se aproximó a las ninfas que, como era usual, se alejaron temerosas y se escondieron entre los arbustos, y entonces Orfeo le recitó un poema de amor y la conmovida Eurídice emergió de entre los setos y lo observó maravillada. Él aún no sabía su nombre pero en cuanto lo supo le dedicó una canción tan bella que no puede ser descrita con palabras…

 Y así se volvieron amantes y luego esposos, y eran inseparables.

 Sin embargo llegaría el momento en que serían alejados por los sádicos vaivenes del destino.

 Una tarde mientras Orfeo ejecutaba un recital ante los reyes y filósofos de Atenas, Eurídice se separó momentáneamente. Como ninfa que era y por su origen elemental ella odiaba el urbanismo y la alta sociedad y prefería disfrutar de la naturaleza así que la aburrida joven decidió dejar a su esposo en su labor profesional y salir a dar un paseo.

 Mientras transitaba los parajes y matorrales hasta llegar a un claro, sintió una mano callosa y fornida de uñas mugrientas que le cubrió la boca y otra que le aferró la cintura…

            Quizás lo más trágico del rapto de Eurídice es que, según la leyenda, su autor fue el hermano de Orfeo.

 Aunque eran hermanos eran tan diferentes como el día y la noche. Aristeo eran un campesino y ganadero que además había domesticado a las abejas. Era tosco, sucio, tenía una poblada barba enmarañada y un hedor a sudor rancio. Nunca se interesó ni lejanamente en nada artístico o refinado y gustaba resolver todos sus problemas con golpes y violencia y siempre albergó un profundo odio y envidia por su hermano Orfeo, ya fuera por su hermosa esposa, ya fuera por su mundial fama.

 Aristeo sonrió al contemplar a su víctima. Eurídice se estremeció y su piel se erizó al reconocer las lascivas intenciones de quien sería su raptor…

 Mientras huía despavorida por entre los ramajes con su ropa rasgada y después de ser violada, intentando frenéticamente escapar de su captor, Eurídice encontró la muerte. Primero sintió el agudo piquete de dos colmillos afilados en su talón y la inyección de mortal ponzoña en su torrente sanguíneo; una serpiente la había picado mientras escapaba de Aristeo.

 Conforme se convulsionaba agónicamente en el pasto, Aristeo la encontró y, temeroso de las consecuencias de su crimen, escapó cobardemente abandonándola a su suerte mientras ella le suplicaba por ayuda con un lastimero gesto de su mano temblorosa…

            Los lamentos de Orfeo eran tan hondos que conmovieron el orden cósmico hasta llegar al Olimpo mismo donde los dioses se estremecieron por lo doloroso de su canto. Entonces, Hermes, el mensajero de los dioses, se le apareció diciéndole:

 —¡Basta! ¡Basta por favor! —la voz de Hermes era cantarina y de tono bromista, el dios de aspecto juvenil y cabello negro rizado se apareció ante Orfeo desde lo alto de la copa de un árbol cubriéndose los oídos. —¡Tus cantos trágicos están deprimiendo a todos! En especial a los dioses…

 Orfeo guardó silencio bajando la mirada y preparando su lira para retomar su angustiosa melodía…

 —¡Basta! ¡Es en serio! —insistió Hermes.

 —No hay consuelo para mí en esta tierra —adujo Orfeo— y ningún castigo de los dioses podrá igualar el dolor y el sufrimiento que siento por haber perdido a mi amada…

 —Yo no estaría tan seguro… pero en todo caso, mi padre tiene un mensaje para ti…

 —¿Un mensaje de Zeus?

 —Sí, ese es mi padre ¿no? Mira, él te recomienda que bajes al Inframundo y recuperes a tu esposa de entre los muertos.

 —¿Cómo?

 —El reino de los muertos es regido por mi tío Hades y mi padre no tiene autoridad allí. Pero… el viejo Tío Hades es un sentimental y sin duda le moverás el corazón con tu talento. ¡Inténtalo al menos! ¿Qué puedes perder?

 —Pero ¿Cómo sabré donde se localiza la Boca del Inframundo?

 —¿No sabes nada? La entrada al Inframundo se encuentra en el Oeste, donde muere el Sol, hacia allí tienes que ir hasta que encuentres las Islas de la Muerte. ¡Suerte!

 Luego se desvaneció en ases de luz dejando a Orfeo pensativo…

Así, el trovador se embarcó rumbo a las temibles Islas de la Muerte ubicadas donde ningún barco jamás había llegado. Alejándose más y más de la tierra firme hasta un gélido y lluvioso sitio del mar donde las olas eran movidas por los vendavales bajo un cielo brumoso. Finalmente observó un tenebroso archipiélago de piedras grises y lóbregas y una vegetación conformada por tétricos árboles resecos, pero más espeluznante aún, una procesión horripilante de espíritus errabundos que sobrevolaba la isla. Se trataba de las almas de los muertos que rondaban las Islas en su camino irrefrenable hacia el Hades…

 Allí, Orfeo desembarcó con toda su ropa y sus cabellos siendo removidos violentamente por los aires frígidos del ambiente y con las entidades fantasmagóricas flotando a su alrededor. Se trataba de espíritus descarnados de rostros cadavéricos y quejidos terroríficos que lo miraban con rótulas vacías y se movían frente a él, a su lado, a sus espaldas ¡por todas partes!

 Dentro de lo que parecían ser las funestas ruinas de alguna civilización prehumana, Orfeo encontró una horrenda puerta decorada con calaveras y cuyo interior era negro como el abismo más espantoso. En cuanto introdujo su mano en el interior de la sombría entrada la oscuridad se rompió permitiendo ver una escalinata que bajaba eternamente por la cual Orfeo descendió.

 Bajó y bajó por muchas horas rodeado de los espíritus que emitían lastimeros quejidos mientras bajaban a su lado hasta perderse en las entrañas de la tierra retrocediendo hasta un universo de pesadilla. Finalmente, la escalinata terminó en las entrañas cavernosas de una gruta que daba hasta lo que parecía ser un quieto río subterráneo de frías y lúgubres aguas.

 Cientos de muertos esperaban en las orillas convertidos en sombras escalofriantes de lo que alguna vez fueron en vida. Entre ellos llegó Orfeo a la espera del horroroso barquero que las ánimas esperaban…

 La otra orilla del río estaba totalmente cubierta por las penumbras y la neblina. Lentamente se comenzó a escuchar el ruido siniestro de un remo rechinando como un augurio terrible. Pronto, una silueta cadavérica se comenzó a dibujar entre la niebla y después de un tiempo obtuvo sustancia hasta que una embarcación nefasta pudo ser reconocida a lo lejos.

 El barco era grande y podía servir para transportar a un centenar de personas. Parecía estar hecho de huesos perfectamente amalgamados por una emulsión de críptica argamasa verdosa. Era empujado por doce remos cuyos remeros, sin duda, debían de ser de una naturaleza execrable en la que era mejor no pensar. Todo el navío parecía recordar en cada detalle la naturaleza de la muerte…

 Y, sobre él, manejando el timón estaba el pavoroso barquero de los muertos; Caronte.

 Sin duda un ser monstruoso, Caronte vestía una negra túnica similar a una mortaja y su rostro era pálido y esquelético como el de los muertos, con manos de dedos largos y huesudos y un aspecto demacrado de ojos negros y vacíos.

 Los muertos se amontonaron en el muelle de madera carcomida por entrar a la barcaza. Sólo aquellos que pudieran pagar el viaje —con un óbolo— serían permitidos entrar. Los que no contaran con la tarifa requerida se verían forzados a esperar por décadas, siglos quizás, a que el insensible y cascarrabias barquero escuchara sus súplicas y les permitiera emigrar en su último viaje…

 Cuando Orfeo intentó adentrarse y pagarle el óbolo al barquero, Caronte respondió con una voz de ultratumba:

 —Nunca podrá pasar quien muerte no esté.

 Entonces Orfeo sacó su lira y entonó una canción tan nostálgica y lastimosa que conmovió el corazón muerto del espectro y éste no protestó cuando Orfeo finalmente se adentró a su transporte.

 Orfeo se asomó por la borda de materiales óseos para ver las gélidas aguas del Río Aqueronte y, para su horror, contempló los tétricos brazos de cadáveres que emergían del agua y golpeaban el barco y asomaban sus rostros mórbidos como espeluznantes cadáveres hambrientos…

            Orfeo bajó finalmente del barco una vez alcanzada la otra orilla lejana del Aqueronte. Se encontraba ahora en el Reino de los Muertos, en el Hades, en el Inframundo, y sobre él se dibujaba un paisaje aterrador.

 La luna era roja como la sangre y el cielo totalmente negro y sin estrellas. El aroma era asfixiante como el hedor de un cementerio y el suelo era duro y pedregoso. Tras caminar por unas colinas rocosas que obstruían el horizonte, pudo comprobar las extensas y demenciales dimensiones del lugar.

 Una innumerable multitud de muertos con cuerpos materiales aunque corrompidos deambulaba a través de una extraña tierra de montañas grises y edificaciones que asemejaban criptas y lápidas, extensos bosques de árboles horribles y secos, una serie de ríos que se entrelazaban caóticamente, una geografía extraña que terminaba en escarpas hacia abismos insondables y el extraño sonido de graznidos de buitres que sobrevolaban las inmediaciones.

 Súbitamente una pestilencia repulsiva golpeó el olfato de Orfeo y un sonido similar a un rugido triple de perro llegó a sus oídos. Orfeo se volteó hacia sus espaldas y contempló la aterrorizante visión de un deforme perro del tamaño de un búfalo con tres grotescas cabezas con enormes hocicos repletos de colmillos y chorreando baba, ojos rojos iridiscentes, largas orejas puntiagudas, un lomo jorobado y unas patas terminadas en afiladas garras. El cánido infernal tenía una horrenda cola como un látigo que flagelaba el aire y bufaba sonoramente emitiendo un vao incandescente de sus tres hocicos perrunos.

 La mayoría se congelaban aterrados ante la demencial visión del sabueso pero Orfeo no podía salvo pensar en su amada Eurídice así que tomó su lira y comenzó a entonar una canción de cuna. La ira de Cebero se disipó rápidamente y sus seis ojos comenzaron a parpadear hasta que lentamente, se durmió.

Orfeo caminó entre los muertos del Inframundo quienes deambulaban caóticamente como ánimas en pena. Algunos conversaban entre sí y relataban extrañas historias incongruentes y sin sentido. ¡Remembranzas torcidas de vidas extintas!

 Y continuó y continuó su viaje internándose cada vez más profundamente en las inmediaciones de eterna lobreguez del Reino de Hades. Allí se topo a las temibles Parcas que custodiaban a los difuntos.

 —Alguien que no pertenece al mundo de los muertos ha llegado anticipadamente —dijo una— tú no eres a este plano, porque estás aún con vida…

 Las Parcas eran tres quienes hilaban constantemente sobre una pedregosa colina desde donde observaban todo. Cloto era la más joven; bella y atractiva como una adolescente pero de cabellos negros lacios y una piel blanca muy pálida. Ella dominaba el pasado y era la que determinaba cuando un ser nacía. Láquesis era una mujer adulta de edad media de cabellos ondulados castaños quien gobernaba el presente y podía determinar la suerte de los mortales. Y finalmente la horrible Átropos, una anciana arrugada de cabello blanco muy rizado, con la piel oscurecida por la edad y que se encargaba del futuro y era ella quien con sus tijeras letales determinaba el momento en que una vida se terminaba.

 —Sólo tres seres vivientes han llegado hasta aquí —dijo Láquesis— la hermosa Psique, esposa de Eros, el hijo de Afrodita, el poderoso Hércules, hijo de Zeus, y ahora tú.

 —He venido a buscar el alma de mi amada —sentenció Orfeo— y de no recuperarla no tengo razón para volver a la Tierra.

 Átropos lo observó. Ella sabía que algún día unas mujeres salvajes y harapientas que se dedicaban a las orgías más desenfrenadas y que vivían en los bosques le ofrecerían sexo y comida, y él al rechazarlas, encendería su ira. Y sabía que Orfeo sufriría una dolorosa muerte siendo descuartizado vivo por estas mujeres y su cabeza sería lanzada a un río. Pero eso todavía estaba muy lejos de suceder…

 —Cuidado, Orfeo, cuidado —advirtió Átropos— que este reino ha sido la condena de muchos…

 Y lanzándole una ráfaga de oscuros hilos negros que lo sumieron en una dimensión de tinieblas mientras lo aprisionaban enredándolo de cuerpo entero, la risa carrasposa de siniestra bruja que emitió Átropos resonó ecosa en todas partes y en ninguna.

 Y en efecto Orfeo se despertó en el Tártaro, el más horripilante sitio del Universo…

Orfeo divisó en el Tártaro sus parajes desoladores e inhóspitos. Hacia arriba sólo se veía el techo de una caverna interminable, y a lo lejos las incandescentes llamaradas que brotaban de diferentes abismos, volcanes y agujeros pestilentes. Lava se derramaba como ríos que llegaban al centro hasta un lago de ácido espumoso, y una cantidad innumerable de infortunadas almas se consumían allí eternamente.

 Para horror de Orfeo a la vista estaban los guardianes del Tártaro, los Hecatónquiros; demonios monstruosos y grandes como montañas con cientos de tentáculos repugnantes que brotaban de sus cuerpos y enormes cuellos terminados en cabezas deformes que se contaban en unos cincuentas. Sus cuerpos eran horribles masas amorfas y pululantes repletas de tumores cancerígenos y dos patas de dragón que sostenían parcialmente la grotesca estructura corporal.

 Estos horrendos custodios se cercioraban de que los crueles titanes nunca salieran de la prisión a la que Zeus los condenó hacía miles de años, pero entre los condenados habían otros infortunados como el Rey Sísifo, famoso ladrón y asesino que engañó y mintió a los viajeros de su reino para enriquecerse e incluso mató a varios. A lo lejos, el espíritu desgraciado de Sísifo se encontraba eternamente empujando una piedra descomunal sobre una colina candente hasta que la piedra invariablemente caía antes de llegar a la cima y, tras esto, las cadenas que aprisionaban a Sísifo se acortaban regresándolo a la base de la colina y obligándolo a continuar la tediosa y agotadora tarea de nuevo, y de nuevo y de nuevo… por siempre…

 Torturado por siempre en una rueda ardiente que giraba sin cesar estaba el infortunado Ixión, quien alguna vez asesinara a su suegro para ahorrarse la dote de su esposa y quien, perdonado por Zeus e invitado al Olimpo, intentara violar a Hera.

 Cerca de él yacía atormentado por el hambre y la sed el traidor Tántalo quien invitado a la mesa de los dioses los traicionó divulgando sus secretos e incluso mató a su hijo y lo entregó como detestable ofrenda a las deidades.

 Y otro de los blasfemos, el Rey Salmoneo, quien alguna vez declarase que él era el verdadero Zeus y ordenó a sus súbditos adorarlo como tal, fue asesinado por un relámpago y ahora se hervía en las ardientes llamaradas infernales.

 Otro de los demonios que merodeaba el Tártaro era Tifón, una criatura horrenda y repugnante que parecía la mezcla de incontables pedazos de reptil que se removían siseantes en el burbujeante lago de lava y que, tras ser derrotado por Zeus, fue encerrado en ese infierno por siempre.

 Y fue Tifón el primero en percibir la llegada de Orfeo. Extrajo de entre las aguas de pesadilla cáustica su enorme y horrendo cuello largo de serpiente y con su hocico de dragón mostró su dentadura afilada presta a devorar a Orfeo…

 No obstante, nuevamente, la magia de Orfeo operó y con sus cánticos bellísimos domó al monstruo. Las llamaradas se extinguieron, la rueda donde era torturado Ixión se detuvo, la piedra de Sísifo no cayó, los Hecatónquiros se calmaron y todos en el Infierno disfrutaron de la paz y el descanso conjurados por la hermosa música órfica por algunos instantes maravillosos…

 —Ven conmigo —le dijo una voz algunos momentos después. Orfeo se giró y observó al mismísimo Hades, Rey del Inframundo.

 En aquél momento estaba completamente cubierto por una capucha negra y una túnica del mismo color que lo hacía verse espeluznante como una sombra fantasmal. Hades removió su capucha y mostró el típico rostro de un dios de rasgos perfectos, aunque algo más narigón, su mentón era afilado y tenía una barba de candado y sus largos cabellos perfectamente peinados hacia atrás y sostenidos en una cola.

 Orfeo obedeció y siguió a Hades quien pronto se transportó junto a él entre brumas y reaparecieron en sus palaciegos aposentos.

Los Campos Elíseos eran muy diferentes del mortuorio limbo en que llegó Orfeo al principio y del infernal Tártaro. Si bien, no había un sol como podía concebirse, la luz —proveniente de alguna misteriosa fuente— brindaba una calidez y una iluminación suficiente como la de un primaveral día soleado. Allí retozaban niños inocentes —como los hijos de Zeus asesinados por la ira de Hera— los hombres justos, los héroes y los sabios de todo tipo y no le cabía duda a Orfeo que allí se encontraría su amada Eurídice.

 Hades y su esposa Perséfone se sentaban en hermosos tronos labrados en huesos humanos. Perséfone, esposa de Hades y Reina del Inframundo, era una hermosa mujer de ojos verdes y cabello negro de laxitud perfecta, su piel era tremendamente blanca y su vestimenta, acorde con la de Hades, era toda de color negro.

 —Debes de saber por qué he venido —le dijo Orfeo a Hades.

 —¿Sabes como me convertí en el gobernante del Más Allá? —preguntó Hades ignorando el comentario— hace miles de años mis hermanos y yo nos enfrentamos a los titanes. Fue mucho antes de que los humanos existieran. Nuestra batalla hizo retumbar el Cosmos. Zeus mató a nuestro padre, Cronos, quien nos había devorado a mis hermanos y a mí. A todos, salvo a él, porque nuestra madre Gea lo escondió. Tras extraernos del vientre de Cronos, los hermanos de éste, los otros titanes, nos atacaron pero recibimos la ayuda de los cíclopes y los Hecatónquiros. ¿Sabes que regalo dieron los cíclopes a cada uno de nosotros?

 Orfeo no contestó, aunque todo griego en el mundo sabía esa historia.

 —A mi hermano Zeus le dieron el relámpago, a mi hermano Poseidón le dieron el tridente, y a mí un casco que produce la invisibilidad. Es curioso, ¿sabes? A mis hermanos les dieron dos armas, y a mí no. Aún cuando luego me tocaría ser el dios de la muerte… Pero, no soy un hombre violento, así que me gustó mi regalo ¿Qué hay más inesperado e invisible que la muerte? Luego nos dividimos el Cosmos y ya sabes, a Zeus le correspondió el Olimpo, a Poseidón los mares y a mí el Inframundo.

 —Te encanta contar esa anécdota ¿Verdad, querido? —mencionó Perséfone sonriente.

 —La gente tiene la idea de que soy cruel y malvado —continuó Hades— pero en verdad no lo soy…

 —Bueno —interrumpió Perséfone— a mí me raptaste, querido.

 —Ah pero luego logré enamorarte ¿no es así, mi amor?

 Perséfone se levantó de su trono como seducida por las románticas palabras de Hades y le estampó un tierno beso.

 —Si, lo hiciste, pero bien que te costó convencer a mi mamá…

 —¡Uy no me recuerdes a tu madre, por favor!— luego se volteó de nuevo hacia Orfeo y dijo— puedo entender lo que sientes, Orfeo, pues se lo que es amar a alguien con locura. Pero ¿Cómo pretendes que te entregue el alma de Eurídice sin recibir nada a cambio? Si lo hago, todo mundo querrá recuperar a sus seres queridos.

 —Lo único que puedo darte es un regalo —adujo Orfeo quietamente y con sus ojos brillantes bien enfocados en Hades.

 Entonó una nueva canción en la que resaltaba la belleza de Perséfone. Ambos dioses estaban tan conmovidos por la letra tan dulce y la voz tan melodiosa que terminaron abrazándose y besándose con cándido romanticismo.

 Cuando Orfeo terminó su canción y Hades se enjugó lágrimas de los ojos, Perséfone dijo:

 —¡Dale a Eurídice, esposo mío! Nadie en todos los anales de la historia podrá igualar su voz.

 —Sí, sí —dijo Hades recobrándose y poniéndose de pie— te lo has ganado. Te daré a Eurídice para que vuelvas a la Tierra de los vivos Orfeo pero con una condición innegociable; no podrás verla en ningún momento mientras esté en el Hades. Ella irá detrás de ti todo el tiempo pero, si volteas hacia atrás, regresará a mis dominios para siempre.

 Orfeo abrazó a Hades conmovido por la bondad y la misericordia del dios y tras separarse de él emprendió su viaje de regreso.

 —¿Estás allí, amada mía? —preguntó Orfeo mientras recorría los lúgubres páramos del Inframundo.

 —Sí, mi amado, aquí estoy —respondió la voz que Orfeo reconoció como perteneciente al amor de su vida y se tomaron de la mano sin verse. Orfeo sintió de nuevo la tersa mano que tantas veces había tocado…

 —Continúa tras de mí, regresaremos pronto y podremos amarnos por siempre.

 Recorrieron las vastas distancias inhóspitas habitadas por demonios y muertos apaciguados en todo momento por Orfeo y este obedeció devotamente las instrucciones de Hades y en ningún instante volvió a ver hacia atrás. Llegaron a las orillas del Aqueronte donde, nuevamente, Orfeo durmió a Cerbero y luego abordaron el barco de Caronte y transitaron hacia la otra orilla, y subieron las escalinatas interminables hasta llegar a la puerta que conectaba con el mundo de los vivos…

 Y justo cuando cruzaban la puerta Orfeo desesperado y temeroso de que todo fuera un engañó de Hades se giró de inmediato cuando hubo calculado que Eurídice también había salido del Inframundo…

 Pero aún restaba que la ninfa sacara su pie de entre las sombras del umbral…

 Eurídice emitió un ensordecedor alarido…

 Por algunos segundos Orfeo observó a su hermosa esposa, perfecta como era antes de morir, y la vio convertirse en un cadáver grotesco. La piel se tornó pálida y el semblante cadavérico, luego comenzó un proceso horrible de putrefacción, la piel se contrajo sobre el hueso hasta podrirse y de ella brotaron gusanos que devoraron sus ojos, los cabellos se cayeron de la cabeza como greñas resecas y pronto la piel fue consumida hasta dejar en su lugar una osamenta humana que luego de desquebrajó y se hizo añicos que en segundos se redujeron a polvo —acallando por fin el horrendo alarido— y luego el polvo que fue llevado por el viento sibilante del fatídico entorno…

 Está vez para siempre.

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