—¿Estás loco? — preguntó Jefferson mientras metía de nuevo la cabeza dentro del capot del auto. Llevaba el overol manchado de grasa y unas gotas de sudor se deslizaban por su cabello. Recuerdo que ese día hacia demasiado calor; a lo lejos de la calle se lograba vislumbrar el reverberar sofocante sobre el pavimento, y dentro del taller no había mucha diferencia. Los trabajadores gastaban litros de agua y los overoles tenían parches de sudor hasta en donde no debería haber sudor.
—Lo haré de todas maneras — le dije mientras ponía una llave sobre su mano extendida.
—Eso será un suicidio — contestó con la voz amortiguada —y no puedes morir ahora.
—¿Por qué? — salió de dentro del auto y me miró a los ojos.
—Si llegas a morir, ¿a quién crees que seguirá usando Amelia para sus juegos sucios? —me devolvió la llave.
—Alexander — susurré para mí.
—Exacto.
—Pero tengo que hacer esto, Jefferson, tengo que acabar rápido con todo —le insistí, sabía que lograría convencerlo.
—¿Y si mueres? Como Walt