VI Magnus y sus dos novias

En la mesa de la cocina, Beatriz miraba los últimos billetes que le quedaban. Habían acabado en la lavadora junto a toda su ropa, envilecida por el excremento y su pestilencia. Eran de un papel de consistencia algo plástica y no se habían deshecho, pero el retrato del hombre en traje militar en ellos se había estropeado.

Entre las manchas de tinta corrida, Beatriz lo veía gritar con una mueca de espanto, igual como deseaba hacerlo ella.

—¿Casarme? —preguntó por tercera vez—. ¿Magnus quiere casarse conmigo?

Estaba algo azorada y sentía las mejillas arder por tan repentina propuesta.

—No, hija. Bueno, tal vez, pero de mentiritas. Elena puede explicártelo mejor.

Elena se lo explicó una vez más. No recordaba que la muchacha fuera tan lenta, debía ser por la zambullida en estiércol.

—¿Y eso no sería como venderme?

—No, querida, claro que no —aseguró Elena—. Todo será actuado.

—Como en las películas, Bea o en el teatro. ¿Recuerdas lo mucho que te gustaba actuar en la escuela? Hasta querías ser actriz de chiquita —le recordó su madre.

—Pues sí, pero...

Sus sueños de alcanzar el estrellato en Hollywood habían acabado en la obra de primavera, a los diez años. Su escaso talento no le había alcanzado para conseguir el papel estelar del hada de las flores, ni siquiera para el de flor o árbol o incluso el de sol. Ella había sido un pasto y sus sueños se habían secado al llegar el otoño, junto con su alegría de vivir.

Luego quiso ser artista, más precisamente una escultora, y sus nuevos sueños se habían vuelto cenizas con el incendio. No podía dejarlos ir esta vez, nadie iba a convertirla en pasto una vez más. Ella sería como el ave fénix, que resurge de las cenizas, del estiércol y de lo que fuera. Sí, eso haría ella.

—¡Acepto! ¿Dónde tengo que firmar?

                                    〜✿〜

—¿Todavía está viva? —preguntó Magnus desde el baño cuando su tía Elena fue a contarle la buena nueva.

Se imaginaba a la pobre infeliz consumida por la fiebre y la septicemia, con la piel supurando pus pestilente y los miembros gangrenados y negros. Se frotó más fuerte.

—Bea está viva y con sus facultades mentales intactas. Ella aceptó, Magnus, ya no perderemos la herencia.

—¡No voy a casarme con ella, apesta!. Es la mujer más apestosa de la faz de la Tierra, la más repugnante, la más vomitiva y, por primera vez, no estoy exagerando, tía.

—Eso fue un lamentable accidente y ella ya se bañó. Ya no huele a caca.

Magnus tuvo una arcada y volvió a enjabonarse. Era la cuarta vez que se bañaba y seguía apestando. Para que Beatriz dejara de hacerlo, habría que dejarla remojando en cloro y luego arrancarle la piel y así, tal vez, mejoraría el asunto. Antes no.

—Querido sobrino, yo soy rápida adaptándome. Con la herencia de papá o sin ella estaré bien, pero tú me preocupas. Respetaré cualquier decisión que tomes.

Bajo el agua tibia, que bañaba su piel enrojecida por la fricción, Magnus tomó la que se había convertido en la decisión más importante de su vida. Y, por lejos, la más difícil también.

Sin embargo, cuando llegó a la sala, descubrió que no tenía una novia, sino dos.

—¡Magnus, primo! Mis más sinceras condolencias —le dijo Alejandro, con intención de estrecharle la mano.

Magnus se puso un guante de cuero que sacó de su bolsillo y aceptó el gesto.

—¿Lo dices por el abuelo? —le susurró, con incredulidad.

—¡No, qué va! Lo digo por el matrimonio forzado, qué pesadilla. Debiste dejarte picar por los mosquitos a los quince años, Magnus. Te habría evitado este pesar.

Magnus tomó asiento en el sillón del rincón. Roció el guante del apretón de manos con alcohol y volvió a guardarlo. Notó complacido que los recién llegados llevaban las pantuflas desinfectadas que tenían en la entrada: dos pares para cada uno en la casa y otros extra para los invitados.

—Magnus, querido. Te conseguí una novia —dijo la tía Agustina—. Es una amiga de Ale. Al saber ella el terrible predicamento en que nos encontramos como familia, no se resistió a ayudarnos, se llama Lucía.

La muchacha saludó a Magnus con la mano desde su puesto. Llevaba el cabello recogido en un moño discreto, unos pantalones nada ajustados y un sweater de cuello alto.

—Beatriz también se ofreció a ayudarnos —les contó Eliana—. Ella y Magnus se conocen desde niños.

—¿Bea está aquí? Me gustaría saludarla —dijo Ale.

—Está algo indispuesta ahora, pero nos acompañará durante la cena —aseguró Eliana.

—Hermana, ¿podemos hablar un momento a solas? —pidió Agustina.

Cogió del brazo a Eliana y se la llevó por el pasillo.

En la sala, Magnus, Alejandro y Lucía, intercambiaban incómodas miradas.

—¿Y qué le pasó a Bea? —preguntó Alejandro.

Los flashbacks de Vietnam llegaron a la mente de Magnus en forma de bolitas de estiércol. Se cubrió la boca y reprimió una arcada. Con la mano libre hizo un gesto para que no le preguntaran y dieran por olvidado el asunto.

—Uy, éste está peor que nunca. Tendrás que esforzarte, preciosa —le susurró Ale a Lucía—. Iré a ver cómo está Bea.

Magnus y Lucía se quedaron solos. Él podría haber notado la tensión en el aire si no hubiera estado tan concentrado evitando el vómito. Calculaba la distancia que había desde su sillón hasta el baño más cercano. Plan b, porque siempre había que tener un plan b: el jarrón del abuelo que tenía a la izquierda.

Plan c: la maceta que había junto a la escalera.

Plan d: la guitarra que colgaba en el vestíbulo, frente al perchero.

Plan e...

Lucía, por su parte, no le quitaba los ojos de encima. Con todo lo que le habían dicho sobre el famoso Magnus, se había hecho una idea completamente diferente sobre su apariencia. Estaba más que conforme con lo que veía, pese a la cara verdosa al borde del desmayo y a sus ojos saltones de lunático, que miraban en todas direcciones como buscando dónde esconder un cadáver.

—Eh... Magnus. ¿Todo bien?

Él asintió, sin descubrirse la boca. Se le olvidó en qué plan iba, pero creía que por el r. Tendría que empezar de nuevo.

—Pareces algo nervioso —continuó diciendo Lucía—, creo que tengo algo que te puede ayudar.

Magnus dejó de respirar viendo cómo la mujer se levantaba el sweater.

Ahora nada lo salvaría del vómito.

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