V El universo conspira

En la vida había días malos, muy malos y los peores. Beatriz Valdés estaba pensando en agregar una categoría más. Muy temprano en la mañana le habían informado que la beca con la que estudiaba Artes en la universidad se había terminado. La fundación que se la había dado se declaraba en la quiebra y no había dinero.

"No importa", dijo ella, con una optimista sonrisa. En su tiempo libre trabajaba en un taller de cerámicas. Ella quería ser escultora y, además del dinero, ganaba una valiosa experiencia. Sin la beca, tendría que hacer horas extra, incluso trabajar como repartidora de los productos que fabricaban. Tenía una motocicleta y cobraría más barato que la actual empresa que usaban. Era ganancia para todos, su jefe no podría negarse.

Sin embargo, cuando llegó a su trabajo,  halló un espacio vacío, como si hubieran borrado el taller del paisaje. Lo poco que quedaba de su fuente laboral y único sustento era un montón de escombros, negros y humeantes.

"Alguien usó una extensión eléctrica para conectar un hervidor. Estaba en mal estado y, al sobrecalentarse, produjo un incendio. Lo perdimos todo", le dijo su jefe, llorando a mares.

Ella también lloró, rogando para que aquella extensión no fuera la que ella había llevado. Le gustaba beber café por las tardes y no había enchufes disponibles en el segundo piso. Ella solía desconectarlo al irse.

Llegaron los demás trabajadores, le entregaron su testimonio a los bomberos y la verdad salió a la luz.

—Beatriz, tendrás que pagarme todo: los gastos por la pérdida del taller, el dinero que no ganaremos mientras estemos sin trabajar, todo. ¿Sabes cuánto valía cada una de las piezas que se destruyeron?

Ella lo sabía, por eso lloraba. Lo que ganaba en un mes no le bastaría para pagar ni el mango de uno de esos valiosos jarrones. Tendría que ganarse la lotería, esa era su única esperanza.

Bajo amenaza de demanda ella dejó el lugar. Si vendía su motocicleta podría adelantar algo del pago, pero se quedaría sin una herramienta para generar ingresos. Tendría que pensarlo con calma y sólo la hallaría hablando con su madre, así que empacó todas sus pertenencias, dejó el cuarto que alquilaba y partió hacia la mansión Grandón en las montañas. Si tenía suerte, tal vez incluso podría trabajar para ellos.

Tras varias horas de conducir por fin llegó al pueblo, donde pudo cargar combustible. Dejó la motocicleta estacionada y fue por un sándwich. Ni para desayunar había tenido tiempo entre tanto desastre. Comía con amargura cuando un estruendo sobresaltó a todos en el restaurante. Un choque, pensaron muchos. Los más curiosos no se aguantaron y salieron a mirar. Ella siguió comiendo. En su actual situación, no estaba segura de cuándo podría volver a hacerlo.

—¡Acaba de quedar la cagada! —dijo uno de los clientes, entrando muerto de la risa—. ¡Se dio vuelta un camión con mierd4!

Varias risas se oyeron, incluso Beatriz reía. Reír era lo que necesitaba en un día negro. Se había quedado sin financiamiento para la universidad, sin trabajo, sin casa, pero había gente que tendría que recoger todos esos desperdicios. Era un triste consuelo, pero consuelo al fin.

Y ese consuelo duró hasta que salió del restaurante. El hedor en el aire la hizo cubrirse la nariz con el brazo y correr. Mientras más corría hacia su moto, más intenso se volvía el olor y cómo no, si el camión volcado estaba justo donde se había estacionado.

—¡Pero qué cagada! —decía un tipo que, pese al olor, gozaba con el desastroso espectáculo.

De entre la montaña de excremento que se usaría como fertilizante, se asomaba el manillar de una moto.

Beatriz gritó, se aferró el cabello, lloró, aguantó la respiración y finalmente se hundió en la mierd4 para intentar recuperar el bolso con sus pertenencias. No hubo ayuda para ella, ni misericordia, sólo burlas. Qué divertido era ver a una desdichada mujer nadando en estiércol. No era tan sexy como las luchas en el lodo, pero tenía un encanto sucio y perverso. Los mirones ya lloraban de la risa. Algunos le daban ánimos, pero ayuda, nada.

Para sorpresa de todos, logró sacar la moto también. Empezó a limpiarla con una camiseta.

—¡¿Para qué la limpias si cuando te subas la vas a volver a ensuciar?! —le gritó un tipo.

Ella estaba embarrada de mierd4 desde el pecho hacia abajo. Lanzó la camiseta al suelo, con furia. Se colgó el repugnante bolso y subió a la moto. El habitual sonido del motor fue acompañado de misiles de estiércol, que salieron disparados en todas direcciones, salpicando a la ola de mirones que la rodeaba. El ruido fue menguando hasta que se silenció por completo. El motor se apagó y ya no volvió a encender. Era la muerte más indigna para su fiel compañera.

Sin moto, sin nadie que quisiera llevarla, con la moral por los suelos y oliendo peor que un retrete viejo, Beatriz se fue calle arriba. Todavía le quedaban varios kilómetros para llegar a la mansión, donde su madre le daría el consuelo que necesitaba. Y necesitaba varios kilos.

Lo cierto era que Irene había salido junto con Elena y en la mansión estaba el resto del personal de servicio y Magnus. Él bebía un té en la sala, pensando en la encrucijada en que se hallaba atrapado como una rata. Estaba barajando la posibilidad de tomar todo el dinero que pudiera y huir del país con su tía Elena. Ya se encargaría de enviarle algo a la tía Agustina, cuando lograra invertir y formar una nueva empresa.

La policía lo buscaría, aunque fuera por robarse su propio dinero. Se convertiría en un prófugo, con orden de captura internacional. ¿Y si lo atrapaban? Él no duraría un día en la cárcel. Moriría de sed, de hambre, de sueño, del asco de tener que compartir el baño. No, ni hablar. Nada de cárceles. La cárcel era definitivamente peor que casarse. Todo el mundo se casaba, no podía ser tan malo.

¿Por qué todo tenía que ser tan difícil para él?

El timbre sonó. Esperó a que alguien de la servidumbre fuera. Sonó por tercera vez y fue él. A pocos pasos de la puerta se detuvo en seco, petrificado por un repulsivo aroma que le causó arcadas. Olía peor que un cadáver, peor que un matadero, peor que el sótano inmundo donde lo encerraba el abuelo.

Retrocedió.

—¡Por favor! ¡¿Hay alguien aquí?! —preguntó quien llamaba tan insistentemente a la puerta, trayendo consigo la peste del averno.

Con el brillante sol, la mierd4 empezaba a fermentar y, si antes apestaba, ahora era radiactiva. Ya se le habían quemado los receptores de los aromas, porque ella ya ni el olor sentía. Y estaba segura de que se le caería el pelo y hasta las pestañas. Incluso ciega podía quedar si no se daba un baño pronto.

Al olor a mierd4 había que sumar el agrio hedor del vómito. Ella no era de fierro y las náuseas pudieron más. El sándwich acabó salpicado sobre su cuerpo también.

—¡Aléjate de mi casa o llamaré a la policía! —le gritó él, con los ojos llorosos.

No estaba triste, los miasmas putrefactos le causaban picor.

—¡¿Magnus?! ¿Magnus, eres tú? Soy Beatriz, la hija de Irene ¿Me recuerdas?

¿Recordarla? ¡Cómo no iba a recordarla! Ella era la niña más sucia que hubiera visto, siempre cubierta de lodo, despeinada, apestosa. Claro que la recordaba, buscando lombrices en el jardín, tomándolas con la mano, sacándolas del camino luego de que lloviera. Ella ya no era una niña, era una mujer ahora y con ella había crecido su indescriptible inmundicia. Nadie vivo podía oler así.

Beatriz le contó lo ocurrido con el camión de fertilizante, una historia bastante extraña para ser real, pensaba él, pero demasiado indigna para ser mentira.

—¡Sólo quiero poder darme un baño y cambiarme!... Y ver a mi mamá —dijo ella, a punto de empezar a llorar una vez más.

La frustración olía mucho peor que el excremento, eso estaba claro, sobre todo salpicada de desesperanza.

—¡Por favor!...

—De acuerdo —dijo Magnus por fin—. Aléjate de la puerta, unos diez metros hacia la izquierda, y nada de movimientos bruscos.

Ella lo hizo, intentando calcular la distancia. Tenía las manos alzadas a la altura del pecho cuando él salió. Era mucho más alto y fornido de lo que recordaba. Habría dudado de que fuera el mismo muchachito flacucho y enclenque de no ser por la mascarilla y los guantes que usaba. Eso era marca personal de Magnus por donde se lo mirara. Se había puesto un overall que le cubría hasta el cabello y tenía gafas protectoras. Parecía listo para ir a exterminar una plaga.

El hombre caminó hacia un costado de la casa, se agachó junto a una pequeña caseta y sacó una manguera.

—¡Gracias al cielo! Déjame lavarme las manos —dijo ella, extendiéndolas hacia él.

Lo que recibió no fue un chorrito para empezar a asearse, fue un chorrote disparado en toda la cara. La m****a voló en todas direcciones mientras Magnus la rociaba. Ella estuvo segura de que hasta en la boca le entró cuando gritó por la sorpresa. Se dio la vuelta, ya nada había que hacer, dejaría que el agua se encargara del resto. Estaba muy fría y eso era bueno. Su piel había empezado a arder.

—¡Ya estoy limpia! —dijo luego de veinte minutos bajo el potente chorro de agua.

Temblaba y se abrazaba a sí misma.

—Ni lo sueñes. Apenas y estás empezando. Entra por la puerta trasera y vete directo al baño de la servidumbre. No salgas de allí hasta que dejes de apestar.

La mujer no saldría nunca, eso sospechaba él. Ni remojándose en cloro se quitaría ese olor inenarrable de encima. Era una suerte que siguiera viva. No le daba mucho tiempo, nadie sano podía oler tan mal, de seguro moriría por la infección.

Y habría que quemar su cadáver, para que se llevara la peste con ella.

Poco después, la tía Elena e Irene llegaron. Espantadas por el hedor, oyeron la dramática historia de la muchacha, a quien se le habían acumulado las desdichas en apenas un día. Beatriz pudo dejar el baño cuando Irene le dio su aprobación, ella tenía un excelente olfato y la muchacha ya estaba limpia.

—Señora Elena, ¿cree que podría trabajar aquí? Haré cualquier cosa, incluso limpiar los baños. Me he vuelto bastante tolerante a los olores, creo que nada podría darme asco ahora.

Las mujeres rieron. Era bueno ser optimista y no rendirse ante la adversidad.

—Llegas en el momento preciso, Bea. Justo estamos buscando a alguien para un trabajo. 

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