Alto, con el cabello rubio alborotado y una mirada aguda de un celeste intenso, Tristan Rochette estaba ahí. Sus manos estaban metidas en los bolsillos de sus pantalones beige, y llevaba una camisa blanca arremangada.
Volvió a mirar hacia la entrada y sus ojos se encontraron con los de Margot Delacroix.
—Tris… Tristan… —pronunció ella, su voz temblando. De inmediato, sus ojos comenzaron a recorrer el lugar.
Tristan no estaba solo en el departamento.
Había otros hombres, altos y fuertes, vestidos con trajes oscuros, claramente empleados de los Rochette.
—¿Qué haces en mi apartamento, Tristan? —preguntó Margot, observando cómo los hombres comenzaban a ponerse guantes y a sacar cajones que colocaban sobre una mesa. Al ver cómo descolgaban cuadros de las paredes, su voz se elevó—. ¡Dejen eso! ¡No pueden tocarlos!
Los cuadros eran pinturas de Charles Rochette, su exnovio fallecido.
Eran paisajes de la hermosa París, todos creados por Charles en ese departamento, mientras compartían