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El consultorio del doctor Carrasco estaba decorado con tonos cálidos y acogedores, pero a Delia no le importaba. Su atención estaba puesta en el apretón firme de la mano de Mateo, que parecía ser lo único que la mantenía en pie mientras aguardaban en la sala de espera.

—Estaré aquí todo el tiempo que necesites —le susurró Mateo con una sonrisa tranquila.

Ella asintió sin mirarlo, su mandíbula apretada por la tensión. Cuando el doctor Carrasco los llamó, Mateo le dio un leve apretón antes de soltar su mano.

—Buena suerte —murmuró.

Delia entró en la oficina con pasos vacilantes. Sentía que el aire iba a sofocarla, pero la sonrisa cálida del doctor la hizo sentir en confianza.

—Toma asiento, Delia —dijo el doctor, señalando un sillón frente a él—. No hay presión aquí, solo hablamos si tú quieres.

Ella se dejó caer en el asiento, cruzando los brazos sobre el pecho como si así pudiera colocar una coraza invisible.

—No sé por dónde empezar —dijo en voz baja, evitando su mirada.
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