En la primera visita de Ismael a su hijo, William fue quien abrió la puerta. No dijo mucho. Solo hizo un gesto serio con la cabeza en forma de saludo.
Sofía lo esperaba en la sala, sentada en el suelo, con el niño sobre la alfombra. Liam tenía un tren de madera entre las manos. Su cabello oscuro, ligeramente ondulado, le caía sobre la frente.
Ismael se detuvo en seco.
Era como verse en una versión diminuta.
—¿Liam? —dijo Sofía con voz dulce, llamando la atención del pequeño—. Mira, corazón. Él es Ismael —lo presentó.
El niño parpadeó. Soltó el tren. Se puso de pie con el típico equilibrio vacilante de un bebé de poco más de un año y se aferró a la manga de Sofía.
Observó al recién llegado y frunció el ceño, curioso. Dio dos pasos. Luego otro. Y se detuvo frente al hombre.
Ismael se agachó, sin hablar, poniéndose a su altura.
—Hola, Liam —susurró—. Soy... Ismael.
El bebé se acercó más y le tocó la cara con una mano.
A Ismael se le contrajo el corazón con ese simple gesto.
—T