Beth se levantó de golpe, como si el aire en el consultorio se hubiese vuelto irrespirable.
—No puedo.
El doctor la miró con seriedad.
—Señorita Ramos...
Pero ella ya no lo escuchaba.
Salió del consultorio con el corazón desbocado, sintiendo que cada latido era un estruendo dentro de su pecho.
El hospital, con su olor a desinfectante y su luz blanca implacable, la sofocaba.
Caminó tambaleante por el pasillo, zigzagueando, sin fuerzas. Su mente era un torbellino de pensamientos, una mezcla de miedo, negación y desesperación.
Un tumor. Un embarazo.
Era una broma cruel del destino.
Los ojos le ardían, pero no podía llorar. No ahí. No ahora.
Llegó al estacionamiento y se detuvo un segundo para tomar aire, pero entonces sintió una presencia a su espalda.
—¡Beth!
Su cuerpo entero se tensó.
No, era imposible. Debía ser su imaginación jugándole una mala pasada.
Pero luego sintió una mano fuerte, rodear su brazo y, cuando giró, lo vio.
Mateo Savelli.
Su peor error. Su adicción.
—¿Tú? ¿Aquí? —s