Roma y Giancarlo se miraron, los ojos llenos de confusión y una preocupación palpable en sus rostros.
La noticia era tan inesperada, tan irracional en su mente, que no podían entender cómo todo había llegado hasta ese punto.
—¿Qué? Pero… ¿Cuál es la prisa, hijo? —preguntó Roma, su voz cargada de incredulidad.
—No es prisa, madre. Es mi decisión, y solo vengo a notificarles, para que la respeten, por favor —respondió Mateo con una firmeza que intentaba ocultar el torbellino de emociones que le invadían.
Era difícil, no solo para ellos, sino también para él. ¿Era realmente lo que quería? ¿Lo que debía hacer?
Andrea, que había estado en silencio todo el tiempo, se acercó con una sonrisa cálida y ligeramente forzada, como si intentara contener una tormenta de inseguridades dentro de sí.
Se inclinó hacia Mateo y tomó su mano, apretándola con suavidad, como si fuera la única forma de calmar su propio nerviosismo.
—Prometo que haré que Mateo sea muy feliz a mi lado —dijo Andrea, su voz, un su