Capítulo 5: Una propuesta. A cambio de ayuda
Marcela llegó a casa abrumada y triste porque había perdido una oportunidad laboral. Luego, se dirigió a la habitación de su abuela, que seguía durmiendo por los medicamentos. Al ver la mesita de la abuela, notó que se le estaban acabando las medicinas. A pesar de que intentaba contener las lágrimas, estas brotaron solas. No lograba calmarse, especialmente al ver a su abuela en mal estado. Por lo tanto, salió de la habitación y fue a la cocina, donde comenzó a preparar la masa para las galletas con los ingredientes que su abuela le había enseñado. Después de hacer la masa, la vertió en el molde, encendió el horno y la puso a hornear. Buscó unas bolsitas llamativas y mientras cortaba varios lazos de colores para decorarlas. Su abuela, que en su tiempo fue una excelente chef de cocina, no pudo continuar con el legado debido a su enfermedad. Por otro lado, Eduard seguía reflexionando sobre la cláusula que había dejado su abuela; se oponía a aceptarla, ya que no deseaba casarse ni, muchísimo menos, tener hijos. Despreciaba a los niños y el matrimonio le resultaba repugnante, además, le generaba miedo. Decidido a despejar su mente, salió de la casa. ** Mientras tanto, Marcela había preparado unas galletas deliciosas y las distribuyó en varias bolsitas decoradas con lazos. Luego, eligió un conjunto cómodo de su armario, arregló su cabello y se aplicó un maquillaje sencillo. Con las galletas y su bolso en mano, se dirigió a la universidad donde estudiaba. Al llegar, colocó una pequeña mesa y dispuso las galletas, comenzando a hacer publicidad de su producto. —¡Vendo galletas deliciosas! —anunció con una sonrisa, ofreciendo su mercancía. Los estudiantes de la universidad salieron a disfrutar de su receso y a comprar algunas golosinas. Al salir, se encontraron con Marcela, y se acercaron a ella, comprándole una galleta. —Gracias por la compra, espero que la disfruten —dijo Marcela amablemente. Más tarde, llegaron otros alumnos y le compraron unas diez galletas. Aunque había vendido la mitad de su mercancía, todavía le quedaban muchas por vender, y no había recolectado muchas monedas, lo que era muy poco. Por otro lado, Eduard conducía en su coche, sin rumbo fijo. De repente, decidió estacionarse en su vieja universidad, donde vio a una chica vendiendo galletas. Se bajó del auto, pensando que un dulce no le haría mal. Al acercarse, le dijo cortésmente: —Hola, ¿me puedes vender una galleta? Marcela, al reconocerlo, trató de controlar su rabia y respondió: —Sí, Hola. ¿Cuántas galletas va a querer? Tenemos de 3 y de 2. —Quiero la galleta de 3, por favor —indicó Eduard, señalando. Marcela le entregó la galleta, y al recibirla, Eduard sintió una extraña conexión que no podía explicar. —Gracias —le dijo con una sonrisa. Regresó a su coche y probó la galleta, maravillándose por su delicioso sabor. Sin embargo, su mente seguía atrapada en pensamientos sobre la cláusula de un matrimonio que no deseaba. Así que, Eduard decidió analizar la situación y las escasas opciones que tenía; finalmente, optó por ceder. No obstante, no quería proponerle matrimonio a su amiga, porque valoraba la linda amistad que tenían y no quería romperla. En cambio, pensó en la remota posibilidad de pedirle ayuda a la recepcionista que lo había humillado en el hotel, a cambio de algo. De este modo, podría hacerla pagar por el mal trato. Mientras tanto, Marcela había vendido casi todas las galletas y guardó el dinero para comprar medicina para su abuela, aunque aún le faltaban algunas. En casa, su abuela se despertó sintiéndose afligida y con dificultad para respirar. Logró tomar su móvil y llamó a su nieta: —¡Mi niña, ayúdame!—dijo con esfuerzo. —Abuela, cálmate—respondió Marcela entre sollozos. Sin querer, Eduard no pudo evitar escuchar la conversación entre Marcela y su abuela, y decidió aprovechar la situación. Se bajó del coche para ofrecer su ayuda, aunque con otra intención. —Te ofrezco mi coche, te llevaré a ver a tu abuela—dijo Eduard. Marcela, sin pensarlo mucho, aceptó su ayuda. —Sí, por favor—respondió con la voz quebrada. Eduard abrió la puerta del coche; Marcela subió rápidamente y, después, él se acomodó en el asiento. Así, ambos se marcharon. Al llegar a la casa, Marcela descendió velozmente, abrió la puerta y se dirigió a la habitación de su abuela, encontrándola tendida en el suelo y sin poder respirar. Eduard entró en la casa de Marcela, observó las precarias condiciones en que vivían y se dirigió a la habitación. —Vamos a llevarla al hospital—sugirió Eduard. Marcela, asustada y con los nervios al límite, respondió: —No tengo seguro para llevar a mi abuela al hospital. Sin embargo, Eduard dijo: —Yo tengo un seguro médico. Podemos llevarla al hospital, y luego hablamos de cómo me lo puedes pagar. Marcela respiró hondo, intentando encontrar una solución ante la situación, y finalmente aceptó. —¿Pagar de qué forma?—preguntó, aún asustada. —Tu abuela se encuentra mal. Vamos a llevarla al médico y después hablamos—replicó Eduard, al ver que la situación de la abuela empeoraba. Marcela guardó silencio. Entonces, entre los dos, ayudaron a cargar a la abuela, la sacaron del cuarto y salieron de la casa. Con cuidado, la subieron al coche; después, Marcela se acomodó también, y se fueron rumbo al hospital. Unos minutos después, cuando llegaron al hospital, Marcela bajó rápidamente del coche y se dirigió a la recepción. —Disculpe, necesito ayuda, mi abuela está mal —rogó Marcela entre lágrimas. La enfermera se acercó a ella. —Disculpe, ¿qué sucede? —preguntó al ver su angustia. —¡Mi abuela está mal! —respondió Marcela con la voz temblorosa. —Trata de calmarte. Voy a llamar a un médico para que nos ayude —le dijo la enfermera, y se fue a buscar asistencia. Unos minutos después, apareció un doctor de guardia, acompañado por la enfermera. —Un placer, soy Mauricio. La enfermera ya me contó. ¿Dónde está su abuela? —preguntó él. Marcela respiró hondo, pero las palabras no salían. La enfermera le ayudó. —Su abuela está afuera —respondió. El doctor salió del hospital con el camillero y una silla de ruedas para buscar a la paciente, junto con Marcela y la enfermera. Al salir, Marcela abrió la puerta del coche. Con cuidado, el doctor y el camillero levantaron a la abuela y la acomodaron en la silla de ruedas. Luego, volvieron al hospital y se dirigieron a urgencias. Marcela tomó asiento en la sala de espera y, poco después, cuando Eduard bajó del auto, entró al hospital y se sentó a su lado. —¿De qué forma debo pagarte? —siguió preguntando Marcela. Eduard trató de buscar las palabras adecuadas y habló: —Mi abuela murió hace unos días, repartió el testamento y yo debo cumplir con una cláusula para recibir el dinero —le explicó él. —¿Cuál cláusula? —dijo sorprendida Marcela. *** El doctor, junto con la ayuda del camillero, acomodó a la paciente en la camilla, y el camillero se retiró. Luego, el doctor comenzó a revisar a la paciente mientras la enfermera le colocaba una mascarilla para nebulizar, con el fin de estabilizarla. Mientras la enfermera le tomaba las vías para administrarle un medicamento, la abuela seguía sin poder hablar debido a su asfixia. Después, el doctor Mauricio salió de urgencias para hablar con la familiar de la paciente y se acercó a la sala de espera. Al ver al doctor, Marcela se levantó de la silla de inmediato. —¿Qué pasó con mi abuela? —preguntó, llena de preocupación. —Señorita, trate de calmarse, tengo buenas y malas noticias —respondió el doctor. —¿Cuál es la mala noticia? ¿Cuál es la buena? —dijo Marcela, temblando de miedo. —La buena noticia es que ya he revisado a su abuela; la podemos estabilizar y le hemos puesto un nebulizador para ayudarla a respirar, ya que llegó muy asfixiada. Sin embargo, la mala noticia es que necesita más exámenes y deberá permanecer en el hospital bajo observación hasta que esté bien —le explicó el doctor, tratando de manejar la situación. Marcela sintió que todo se desmoronaba y comenzó a llorar. Eduard, al ver su angustia, habló en su defensa: —Doctor, haga lo que sea necesario para salvar a la abuela de la señorita. No se preocupe por el dinero —dijo Eduard con determinación. El doctor salió de la sala de espera para ordenar los exámenes de la paciente, dejando a Eduard y a Marcela solos. —No te preocupes por los exámenes de tu abuela ni por cuánto costará su estancia en el hospital, porque yo me encargaré de todo; sin embargo, tengo una propuesta—dijo Eduard. Marcela, sintiéndose más tranquila, respiró hondo y respondió: —¿Qué trato es ese? ¿Qué cláusula estás mencionando?—preguntó Marcela, con preocupación. —Mi abuela dejó una cláusula importante en su testamento: debo casarme y tener un hijo. Sin embargo, yo no quiero casarme, y mucho menos tener hijos. Por eso, la idea es que te cases conmigo para ayudarme a cumplir la cláusula—confesó Eduard, visiblemente agotado. —¿Tú eres el chico pedante que me humilló en el hotel y me dejó sin trabajo?—respondió Marcela, enojada. —Sí, yo soy el chico que te humilló en el hotel—reconoció Eduard. —¿Cómo te atreves a dejarme sin empleo? Necesitaba el trabajo—contestó Marcela, llena de rabia. —No soy culpable de lo sucedido, ya que no me brindaste la atención adecuada. Como consecuencia, tu jefe optó por despedirse del hotel. Te propongo un trato que beneficiará a ambos. Yo me encargaré de cubrir todos tus gastos médicos y tú te comprometes a casarte conmigo, lo que me permitirá acceder a la herencia de mi abuela. Este será un acuerdo sin emociones y libre de cualquier carga romántica —sugirió Edward. Marcela permaneció en silencio durante un instante, intentando organizar sus ideas, pues no quería perder a su abuela; era lo único que poseía. Finalmente, contestó: —Solo te ayudaré a cumplir con tu cláusula para asistir a mi abuela. Una vez que ella esté bien y tú consigas lo que requieres, quiero el divorcio —comentó Marcela, acordando el pacto. —Las situaciones no son tan simples como piensas. La estipulación que dejó mi abuela establece que debo casarme y, como resultado de ese matrimonio, tener un hijo; de lo contrario, no podré acceder a la herencia —respondió Eduard. Marcela se quedó en silencio, las lágrimas comenzaron a brotar al recordar su doloroso pasado. Su relación con Marcus, un joven de alrededor de 30 años, había sido un tormento, marcada por maltrato psicológico y verbal que la llevaron a abandonar sus estudios. Cansada del abuso, un día, logró gritarle: —¡Déjame en paz, lárgate!—dijo, mientras luchaba por liberarse de su agarre. La reacción de Marcus fue violenta; lleno de furia, la insultó: —Eres una completa basura, eres una escoria— le propinó un golpe devastador que la hizo caer al suelo. A pesar del dolor que sentía, Marcela intentó protegerse, pero la situación se volvió cada vez más peligrosa. En un acto de valentía, decidió acudir a la policía, mostrando las marcas de la violencia que había sufrido y presentando evidencias documentadas de su abuso. Ante tales pruebas, los agentes arrestaron a Marcus. Esa noche, él no solo fue detenido; debido a la golpiza, Marcela, sufrió un aborto. En la consulta médica, la doctora, con tristeza, le informó: —Lo siento mucho, señorita, pero acaba de perder a su bebé. En medio de las lágrimas. Marcela respondió: —No puede ser verdad. —¿Qué ocurre, Marcela?—inquirió Eduard al notar que lloraba. —No , no me ocurre, nada—respondió, Marcela evitando profundizar.