—¡¿Cómo lo saben?! —gritó Samuel, pero el sonido fue ahogado por el estruendo de la ira de su padre, que en un arranque de furia lo sujetó del cuello con tal fuerza que por un instante le cortó la respiración.

—¡¿Qué clase de hombre eres?! —rugió su padre, con los ojos encendidos como brasas—. ¡¿Vas a hacerte cargo de mi nieto, lo entiendes? ¡No permitiré que repitas nuestros errores! ¡No dejaré que condenes a ese niño a una vida de miseria y abandono!

Samuel se quedó paralizado. El agarre se aflojó lentamente, pero no por falta de rabia, sino porque su padre temblaba, contenido por la angustia.

En el fondo de sus palabras había más miedo que odio, más desesperación que enojo.

Santiago Catriel lo pensó bien, en todo lo que eso significaba.

Un niño. Un nieto. Su nieto. Una vida nueva que no pedía permiso para llegar.

Samuel retrocedió tambaleante, como si las palabras fueran cuchillas que lo empujaban hacia atrás. No podía procesarlo.

—¿Ustedes… están seguros? —murmuró, con la voz desco