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El día soñado finalmente había llegado.La iglesia estaba adornada con flores blancas y lilas, bañada por la luz del mediodía que se colaba entre los vitrales, creando destellos que parecían bendecir cada rincón.Las campanas repicaban como si anunciaran no solo una boda, sino el final de una era y el inicio de otra.Miranda no podía contener la emoción.Sus manos temblaban levemente mientras acomodaba el velo de Paulina, que estaba por ingresar.Marfil, siempre a su lado, la acompañaba con una sonrisa serena y comprensiva.La emoción era contagiosa, pero en el fondo, algo en el aire se sentía diferente. Como si la calma fuera apenas una máscara que escondía una tormenta inminente.—Estoy tan feliz, Marfil —dijo Miranda con voz temblorosa, tomando la mano de su amiga—. Mi hijo se casa… Pablo por fin encontró a una mujer que lo ama.Marfil le devolvió la sonrisa, sincera, aunque en sus ojos brillaba un dejo de preocupación.—Y con una gran mujer, Miranda. Pablo es un hombre bueno, como
Pablo se quedó quieto, petrificado frente al altar, sin poder procesar lo que acababa de escuchar.Su rostro, segundos antes lleno de emoción y ternura, se transformó en un mar de confusión, incredulidad… y dolor.—¿Qué? —preguntó en voz baja, como si necesitara que ella lo repitiera para poder creerlo.Paulina respiró hondo.Sus labios temblaban, su pecho subía y bajaba con violencia.Los ojos se le llenaron de lágrimas, y su maquillaje comenzó a correr por sus mejillas. Tenía el alma hecha pedazos.—No te amo, Pablo —repitió con un nudo en la garganta—. Amo a otro hombre…En ese instante, la iglesia entera quedó en silencio. Un murmullo se elevó desde los bancos, las mujeres se cubrían la boca, los hombres se miraban entre ellos desconcertados, y los más ancianos negaban con la cabeza, escandalizados.Parecía una pesadilla, una escena sacada de una tragedia.Paulina dejó caer su ramo de rosas blancas.El sonido fue casi imperceptible, pero en el corazón de Pablo resonó como una explo
Pablo buscó a Paulina desesperadamente, como si su vida dependiera de ello.Recorrió cada rincón del aeropuerto, preguntó con voz rota en la estación de tren, interrogó a conductores de taxi y revisó las terminales de autobuses sin descanso.No durmió, no comió. Su única obsesión era encontrarla.Pero ella ya no estaba.Fue su padre, Arturo, quien finalmente tomó el control. Ordenó a sus guardias personales y a los empleados de más confianza que rastrearan cualquier pista, cualquier movimiento. Nadie descansaría hasta tener noticias de Paulina.Esa noche, regresaron a la mansión Juárez con las manos vacías.Al cruzar la entrada, Pablo entró tambaleante al salón principal, con el rostro desencajado y los ojos hinchados por el llanto y el insomnio.Al ver a Luciana, corrió hacia ella, como si su desesperación pudiera encontrar consuelo en una explicación.—¡Luciana, dime la verdad! —gritó, agarrándola por los brazos—. ¿Lo sabías? ¿Ella te lo dijo? ¿Desde cuándo me ha estado engañando?Lu
Luciana había intentado buscar a Paulina durante días.Le escribía, le llamaba, incluso le había mandado mensajes por redes sociales, pero ella no respondía.Su silencio dolía como un puñal.Recordaba claramente aquella vez que le confesó su cariño, con una sonrisa sincera en los labios.«Nunca, Paulina… eres como la hermana que nunca tuve. ¡Nunca pensaré lo peor de ti!», pensó con un nudo en la garganta.Pero ahora, ese lazo parecía haberse roto sin explicación.La distancia entre ellas era un abismo sin fondo.***Más tarde, Luciana y su madre, Lynn, llegaron a la boutique donde las esperaban Marfil, Miranda y la abuela Freya.El lugar estaba adornado con luces suaves y cortinas de tul blanco. Lucía como un sitio sacado de un cuento de hadas.Marfil se acercó con una sonrisa y la abrazó con fuerza.—¿Estás lista para elegir tu vestido de compromiso, mi niña?—Sí —respondió Luciana con una mezcla de emoción y nervios.Pero Marfil, como si presintiera algo, tomó sus manos con seriedad.
En la iglesiaLos primeros acordes del órgano se alzaban con solemnidad mientras los invitados comenzaban a llenar los bancos de la iglesia.El ambiente estaba cargado de murmullos nerviosos, perfumes costosos y el crujir de vestidos caros. Pero el novio aún no estaba en el altar.Samuel se encontraba encerrado en un pequeño salón lateral, lejos de las miradas, de los flashes, y de la presión de una ceremonia que sentía como una soga invisible apretando su cuello.Con la cabeza baja, sostenía su teléfono entre las manos temblorosas. El rostro reflejaba una lucha interna que amenazaba con partirlo en dos.Una duda lo atravesaba como una lanza, clavándose directo en el pecho.—Luciana… —susurró, con la voz rota, por un dolor que había estado intentando ignorar por días, semanas, quizás meses—. ¿Cómo llegamos a esto? No quiero perderte. ¿Por qué fuiste tan egoísta?Marcó su número por impulso, como si su corazón supiera más que su razón.Una vez. Dos veces. Nada. La llamada ni siquiera e
Samuel miró a Luciana desde el altar, casi con angustia, con desesperación contenida en cada fibra de su ser.La iglesia estaba llena, pero todo se volvió un susurro lejano frente a la mujer sentada en la segunda fila.Era ella. Su Luciana. La mujer que amaba. La mujer que, hasta hace poco, era su futuro.«Luciana… Solo dime que me amas… una palabra, una mirada, y renunciaré a todo por ti», pensó con el corazón latiéndole en los oídos.Octavio, a su lado, la observaba en silencio. Quería encontrar una lágrima en sus ojos, algún gesto que revelara una emoción reprimida… pero lo que vio lo dejó helado: Luciana tenía una mirada limpia, impenetrable.Como si lo que ocurría frente a ella no le perteneciera.Como si todo aquello no fuera más que un acto ajeno.«Luciana, ¿de verdad no finges tu amnesia…?», pensó Samuel con una punzada de miedo.O tal vez nunca lo amó. Tal vez… fue él quien se engañó todo el tiempo.Samuel dio un paso hacia atrás. Su alma pedía huir, romper con esa ceremonia
Octavio llevó a Luciana entre sus brazos lejos de ese salón, con una mezcla de urgencia y cuidado.Ella apenas pudo procesarlo. Su cuerpo aún temblaba, su corazón golpeaba en su pecho como si quisiera escapar.Él no dijo nada más. Solo la sostuvo con firmeza y la llevó lejos de ahí, alejándola de miradas, de juicios, del peligro.La ayudó a subir a su auto y, sin mirar atrás, arrancó.El motor rugió en la noche y se perdieron entre las sombras de una carretera casi desierta, envueltos en el silencio y la oscuridad.La luna se asomaba apenas entre las nubes, tímida, como si no quisiera ser testigo de lo que estaba por ocurrir.Luciana se removió en el asiento. Comenzaba a sentirlo.Primero, un cosquilleo en la piel.Luego, una ola de calor que le quemó desde el pecho hasta los muslos. Su garganta se secó.Tragó saliva con dificultad. El sudor comenzó a brotar de su frente como si acabara de correr kilómetros.Algo no estaba bien. El aire dentro del auto se sentía denso, pesado. El ambi
Vera sonrió con tristeza, una sonrisa rota, torpe, que parecía más una súplica que un gesto de felicidad.Aunque la llamaban por otro nombre, aunque sabía que jamás ocuparía el lugar que pertenecía a otra mujer, Vera Catriel no tenía dignidad.No le quedaba.La había perdido el día en que decidió entregarse por completo a un amor que no la correspondía.Quería ser la mujer de Pablo, quería sentir que le pertenecía de algún modo… y haría lo que fuera, lo que fuera, por conseguirlo.Con sigilo, se subió a horcajadas sobre él.Acarició su rostro con ternura, una caricia temblorosa, desesperada, casi infantil.Lo miró con ojos anhelantes y se inclinó para besarlo, como si su amor pudiera revivir algo que jamás existió entre ellos.Pero entonces, Pablo frunció el ceño.Algo no encajaba.Olió ese perfume. Un aroma dulce, empalagoso, ajeno.No era Paulina.La lucidez le estalló en el pecho como una descarga eléctrica.Se incorporó de golpe, temblando.La empujó con violencia, haciendo que Ve