Al día siguiente
Ariana despertó lentamente, un despertar que no estuvo marcado por la calma, sino por una tensión palpable que la envolvía.
La luz del sol, tímida y suave, tocó su rostro pálido, pero ya no se sentía tan frágil como la noche anterior.
Algo en su mirada había cambiado, un reflejo de las decisiones que, aunque temerosa, ya había comenzado a tomar.
La noche le había dado el espacio para pensar, para liberarse de las cadenas invisibles que Sergio había dejado atadas en su corazón.
Cuando el doctor entró en la habitación, su presencia no fue reconfortante.
A pesar de su tono profesional, se percibía la ligera preocupación en su mirada. Ariana se quedó observando al hombre.
—Bien, señora, su estado ha mejorado. Firmaré su alta, pronto podrá irse a casa —dijo el doctor, mirando su ficha médica, pero no podía esconder el leve titubeo en su voz.
Ariana contuvo el aliento, sus manos apretando las sábanas con fuerza, como si intentara controlar el temblor en su interior.
—¿Puedo