Los pasos de Violeta resonaban sobre los adoquines como ecos de un corazón en retirada. Caminaba sin rumbo, los jardines ya no eran jardines, los pasillos no eran pasillos. Eran solo fragmentos de un escenario que se desmoronaba a cada paso.
La brisa acariciaba su rostro, pero no traía consuelo.
La conversación con Arabella giraba en su mente como una espina que se clavaba más hondo con cada recuerdo. No por lo que se había dicho, sino por lo que se había callado. La certeza cruel, desenvuelta con tono dulce, de que ella, Violeta Lancaster, ya no era más que un obstáculo elegantemente descartado.
Y aún así, no había llorado.
No porque no doliera. Sino porque aún no estaba sola. Aún había ojos. Aún había muros que escuchaban.
Su vestido ondeaba ligeramente al ritmo del viento. Los pasillos de piedra estaban casi vacíos, excepto por algún que otro guardia o sirviente que bajaba la mirada al cruzarse con ella. Su reputación ya corría como fuego en un campo seco. La futura princesa… que y