Leonard descendió del taxi con el rostro serio, la mirada clavada en la mansión que se alzaba frente a él. Era imponente, casi intimidante, como si cada piedra que la componía guardara secretos oscuros de generaciones pasadas. El chofer le ofreció ayuda con el equipaje, pero Leonard apenas llevaba consigo un maletín discreto; pagó la carrera con rapidez y avanzó hasta el portón de hierro forjado.
Antes de poder tocar, las puertas se abrieron con un chirrido solemne, como si lo estuviesen esperando desde hacía horas. Un criado lo condujo al interior, pero no hizo falta anunciarlo. Lady Violeta Lancaster ya estaba allí, de pie al final de la escalera, observándolo con los ojos brillantes de una emoción apenas contenida.
—Así que es verdad… —susurró ella, descendiendo con gracia, aunque su respiración se agitaba con cada paso—. Al principio pensé que era un rumor absurdo, un eco de mi imaginación, pero aquí estás… Leonard, el príncipe heredero de Theros.
Él se irguió, con gesto solemne,