Capítulo 3. Nuevo amo

Capítulo 3. Nuevo amo.

Llevamos varios días montadas en esa furgoneta y siento que me duelen todos los huesos del cuerpo. Mamá ha intentado que me quiten los grilletes y las cadenas, pero nadie parece haberla escuchado. Al menos nos dan de comer, y no solo una vez al día sino tres. ¡Casi había olvidado lo que se sentía, ya que yo apenas comía una vez al día y normalmente no era la comida más apetecible del mundo!

—Hemos llegado —dice una voz en la parte delantera de la furgoneta.

La puerta se abre y nos indican que debemos ponernos en fila y agachar la cabeza. Bueno, al menos eso no es nuevo para mí. Bajo de la furgoneta con ayuda de mamá y agradezco que esté nublado, ya que aún me duelen los ojos por pasar tanto tiempo en aquella maldita celda.

Me fijo en que nos encontramos a las puertas de una gran casa, debemos de estar en la casa de la manada. Intento abrir los ojos un poco más y veo que estamos en la parte alta. Desde aquí puedo ver cómo hay salpicadas muchas casas y edificios. Al fondo se ven unas grandes murallas de piedra y, en la lejanía, un gran bosque.

—Enséñame los dientes —me ordena una mujer regordeta y de semblante serio.

Abro la boca y en ese momento me siento como un caballo al que le miran los dientes para saber si está sano. Toca mi cuerpo por encima del vestido y pone una mueca.

—Está algo desnutrida, pero creo que puede servir.

Poco a poco mira a todos y les da su valoración. A cada uno les asigna una tarea y les da un paquete de ropa.

Pero a mí no me dice ni me da nada.

—Señora, se ha olvidado de mi hija —dice mi madre.

—Mamá... —digo casi en un susurro, lo que menos pretendo es que la castiguen por mi culpa.

La señora se acerca hasta nuestra posición con cara de pocos amigos.

—El Alfa Lucien es el que dirá lo que hay que hacer con ella. Va encadenada, por lo que no sabemos si puede o no ser peligrosa.

Mamá intenta hablar de nuevo, pero esta vez la detengo a tiempo.

—Mamá, voy a estar bien, no te preocupes. Cuando el Alfa me vea verá que no soy un peligro.

Mamá se queda en la puerta de la casa mientras yo acompaño a dos guardias. Y de nuevo soy encarcelada.

Me empujan dentro de una celda aún más oscura que la anterior. El olor me golpea de inmediato: orín viejo, sudor rancio y algo más… descomposición. Me arde la garganta y tengo que contener las náuseas. El suelo está húmedo, pegajoso, y las ratas corren como si fueran las verdaderas dueñas del lugar. Una de ellas roza mi pierna encadenada y doy un respingo, pero no tengo a dónde escapar.

Quiero hacerme pequeña, acurrucarme contra la pared, pero el frío de la piedra me cala hasta los huesos. Cierro los ojos intentando pensar en mamá, en cualquier cosa que me ayude a no sentir el asco y el miedo que me estrangulan. Pero entonces empiezan los gritos.

Son voces humanas, hombres y mujeres. Se escuchan los latigazos, los golpes, las súplicas… y luego el silencio. Ese silencio que siempre precede a algo peor. Tiemblo como una hoja seca, porque sé lo que es estar al otro lado de los barrotes, ser la que recibe sin poder defenderse. Y aunque me repito a mí misma que no va a pasar, mi cuerpo me lo recuerda constantemente.

Las imágenes de Elian volvieron a mi mente con la misma fuerza que los golpes que me daba. Sus risas, las de los guardias, mientras me dejaban tirada en el suelo después de usarme como saco de boxeo. Los insultos, las patadas, la sangre en mis labios. Me muerdo con fuerza el interior de la mejilla para no llorar, para no darles a esas memorias el poder de romperme otra vez.

Los días se me hacen eternos. No hay forma de medir el tiempo, salvo por la comida que me lanzan de mala gana: un trozo de pan duro o un cuenco con agua sucia. Duermo a ratos, sobresaltada por los chillidos de los prisioneros y el crujir de las ratas que pelean por las sobras. El miedo me atenaza tanto que, por momentos, pienso que estoy perdiendo la cabeza.

Al tercer día, ya sin fuerzas, me rindo. Estoy hecha un ovillo en el suelo, con los labios partidos y la mente resbalando hacia un lugar oscuro. Es entonces cuando la puerta de la celda chirría. La luz del pasillo me ciega por un instante.

—Arriba —ordena una voz grave.

Un guardia me agarra del brazo y me levanta a la fuerza. Las piernas me tiemblan tanto que apenas puedo mantenerme en pie, pero aun así me empujan hacia adelante. Avanzamos por pasillos interminables, donde el olor cambia poco a poco: del hedor del encierro al incienso ligero que parece impregnar la casa.

Me llevan hasta unas enormes puertas de madera tallada. El corazón me da un vuelco. Sé lo que viene. El guardia las abre y el aire cambia de golpe: fresco, amplio, cargado de poder.

Frente a mí está él, sentado en el centro de la sala: el Alfa Lucien.

Su sola presencia llena la sala. Alto, imponente, con unos ojos que parecen leer hasta lo más profundo de tu alma. Siento que las cadenas que me aprietan las muñecas pesan todavía más. Trago saliva, intentando no mostrar el miedo que me corroe por dentro, pero es inútil: él puede oler mi miedo.

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