59. La gran Boda.
El amanecer llegó con la siniestra promesa de un día que Eryn deseaba que nunca existiera. La sensación de impotencia era un veneno que le corría por las venas. Había pasado la noche en vano, intentando encontrar una brecha, una prueba, algo en las cámaras de Celestine, pero estaban custodiadas como un tesoro de guerra. No había nada.
Al volver a las cámaras de Evdenor, el silencio era más espeso que la niebla invernal. Allí, sobre la cama, yacía el traje nupcial. Era una obra maestra de terciopelo oscuro y bordados de hilo de plata, la capa un manto de seda negra que Eryn sabía, con una punzada de amargo dolor, que haría que Evdenor se viera devastadoramente majestuoso. La imagen del príncipe en el altar, esperando a esa mujer, le revolvía el estómago.
Evdenor estaba sentado frente a su escritorio, pero no escribía, no leía. Simplemente estaba allí, pálido, con los hombros caídos, la mirada perdida en un punto fijo en la pared. Parecía un espectro de sí mismo, un muerto en vida res