El tiempo, como un río lento pero persistente, comenzó a lavar las huellas más crudas de la pesadilla. Transcurrieron dos semanas, y Eryn pudo por fin retomar el hilo de su vida. Sus heridas, aunque aún no eran solo un recuerdo, habían cedido. La piel de su pierna mostraba ahora una cicatriz larga y rojiza, un mapa elevado del dolor que había padecido, mientras que en sus dedos asomaban tenues lunas nuevas, promesas pálidas de uñas que volvían a crecer con una lentitud que a él mismo le resultaba desconcertante.

Tras una campaña de insistencia que rayaba en el fastidio, había logrado que Evdenor le permitiera retomar sus tareas. No eran más que labores livianas, pero le devolvían una sensación de normalidad que anhelaba como un náufrago a la tierra firme.

Sin embargo, no todo era tranquilidad. Una inquietud sutil se cernía sobre él, personificada en la figura de Gwaine. El hombre ya no lo miraba con la burla despreocupada de antes. Ahora, sus ojos, astutos y evaluadores, seguían a Er