*—Antonella:
Finalmente, llegaron a la cima. Max ya la esperaba bajo un árbol corpulento, de ramas extendidas como brazos que los invitaban a refugiarse. Desde allí, la vista era impresionante: a lo lejos, los rascacielos de la ciudad se recortaban contra un cielo amarillo con nubes blancas borrosas. Era un contraste perfecto entre lo salvaje del campo y la frialdad urbana.
Antonella rió al ver la manta de cuadros rojos extendida sobre el césped, perfectamente colocada, junto a una canasta de mimbre. La brisa jugaba con los flecos de la manta, y el sol que comenzaba a descender pintaba todo de un dorado suave y nostálgico.
—¿Cuándo trajiste todo esto? —preguntó entre risas, con una mezcla de sorpresa y ternura en los ojos—. Esta había sido tu idea desde el principio, ¿verdad?
Max se limitó a sonreír mientras ataba su caballo al tronco del árbol, a unos pasos del improvisado pícnic.
—Tal vez —respondió sin mirarla directamente, como si no quisiera admitir lo obvio, pero su sonri