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Capítulo 4: El Acero y el Jazmín

El Valle de las Cicatrices era un lugar apropiado para una tregua. Era un páramo desolado, marcado por viejas batallas y la constante fricción de los vientos que bajaban de Skarn. La línea fronteriza no era una muralla, sino una serie de mojones de piedra tallados con símbolos mutuamente ofensivos.

La delegación de Lirien era pequeña pero ostentosa. Ainge lideraba la comitiva, vestida con un traje de viaje de terciopelo verde bosque, diseñado para ser práctico, pero que, aún así, parecía fuera de lugar contra el gris y marrón del paisaje. La acompañaban el Capitán Varen y su guardia de élite, todos con armaduras de metal brillante y runas de protección activadas.

Ainge sentía el peso del brazalete de plata en su muñeca, y el peso mayor de la expectativa del Rey.

—Manténgase detrás de mí, Capitán —ordenó Ainge en voz baja—. Recuérdele a su guardia que no deben invocar ni siquiera un hechizo de luz. El Jarl busca un pretexto.

El Capitán Varen asintió, su rostro rígido. La magia era vital en Lirien, y la orden de silenciarla era una humillación.

Al llegar al punto de encuentro, el campamento de Skarn se reveló. No había tiendas elaboradas ni banderas sedosas. Solo estructuras de madera tosca, y un aire de eficiencia militar que helaba más que el viento.

Y entonces, él apareció.

Kael se acercó solo. No necesitaba séquito para proyectar poder. Era más alto de lo que Ainge había imaginado, su cuerpo una máquina musculosa envuelta en una armadura de placas de hierro oscurecido, pulido hasta un brillo casi negro. La cicatriz sobre su ceja era más visible bajo la luz fría, dándole un aire permanentemente ceñudo.

Pero fueron sus ojos lo que golpearon a Ainge: un gris gélido y penetrante, que analizaba cada runa en la armadura de Varen, cada pliegue en el vestido de Ainge, buscando la debilidad.

Acero. Él era puro acero.

Se detuvo a solo tres metros de Ainge, ignorando deliberadamente al Capitán Varen y a los guardias.

—Hechicera —su voz era profunda, con la aspereza de la grava. No era un saludo, era una identificación.

Ainge dio un paso al frente. El aroma a jazmín de su ropa parecía casi insolente en ese páramo de humo y hierro.

—Comandante Kael. Soy Ainge, enviada por el Rey Elmsworth IV.

Kael no se molestó en inclinarse. Su mirada recorrió lentamente su rostro, se detuvo en su cabello dorado y luego regresó a sus ojos. Había desaprobación en la forma en que la miraba, como si la magia que irradiaba fuera suciedad en su armadura.

—La cortesía de Lirien me obliga a tratar con quien se presenta. Aunque esperaba al diplomático jefe, no a... una protegida.

—Soy la voz oficial del Rey. Y mi memoria es precisa. Le sugiero que haga uso de la suya, Comandante. Los términos de la tregua han sido violados por sus puestos avanzados, y su exigencia territorial es inaceptable.

Kael sonrió. Era una sonrisa cruel, que revelaba una ferocidad contenida.

—La memoria de Skarn es larga, Ainge. Recordamos bien que la magia de Lirien ha invadido nuestros valles por siglos. Llamamos a esto equilibrio. Ustedes lo llaman agresión.

De repente, un aullido se escuchó desde el cielo. La sombra era inmensa y rápida. Vidar.

El dragón aterrizó a solo unos metros detrás de Kael, el impacto haciendo temblar el suelo. El calor de su aliento era un golpe de horno en el rostro de Ainge. Las runas de los guardias de Varen se iluminaron por instinto.

—¡Calma! —gritó Varen.

Kael ni siquiera volteó. Habló a Ainge por encima del rugido de la bestia, haciendo una declaración de fuerza absoluta.

—¿Ve esto, hechicera? Este es el poder que sostiene a Skarn. Es fuego, carne y lealtad. No son ilusiones etéreas. No es la niebla que oculta el puñal.

Ainge se negó a pestañear, aunque el olor a azufre le hacía arder los ojos. Ella había sido enviada para seducir. La seducción comenzaría por el desafío.

—Veo un dragón. Es una criatura magnífica. Pero no es más que una bestia, Comandante. En Lirien, controlamos los elementos sin necesidad de domar el miedo. Lo que usted llama lealtad, yo lo llamo cadena.

El aire se hizo denso. La tensión era tal que se podía cortar con el hacha de Kael. Él dio un lento paso hacia ella.

—Tenga cuidado con lo que desea criticar, hechicera. Mi dragón y yo somos libres. Usted es la protegida de un rey que no confía en su propia sangre. Usted es la huérfana rescatada, enviada a ser el cebo. Dígame, ¿se siente libre?

Kael había tocado la herida más profunda. La humillación ante Varen y la verdad sobre su misión eran casi insoportables. Su magia se agitó bajo su piel, una urgencia violenta de demostrarle que su supuesto "acero" no era inmune a sus habilidades.

Pero entonces, vio el fragmento de madera oscura y seda que él llevaba atado al cinturón, cerca de su mano. Lo había guardado. Era el rastro, la única conexión física entre ellos.

Ainge tomó un respiro, forzando la calma. En lugar de conjurar fuego, usó el encanto que había dominado en la corte. Su voz bajó, perdiendo la agresividad, volviéndose suave y profunda.

—La libertad, Comandante, no es hacer lo que uno quiere. Es saber con precisión lo que uno debe hacer. Mi deber me obliga a estar aquí. El suyo, a tratar conmigo.

Kael la miró por un largo momento, su rostro inescrutable. Él era rudo, pero no era estúpido. Entendió el giro en la conversación. Era el final de la batalla inicial, y el comienzo del baile.

—El Jarl Bor ha cedido. Por ahora. Nuestros puestos avanzados se retirarán a la línea de demarcación hasta que se renegocie la tregua —dijo Kael, con un gesto brusco—. Durante las próximas cuatro semanas, supervisaré personalmente el valle. Si un solo truco mágico de Lirien cruza esa línea, lo devolveré en fuego de dragón.

—Tendremos que confiar en que la disciplina de Skarn sea tan fuerte como su acero, Comandante.

Kael no respondió. Se dio la vuelta y se dirigió a Vidar, que alzó el vuelo con un rugido final que hizo vibrar el aire. Los guerreros de Skarn comenzaron a replegarse.

Ainge observó cómo el imponente hombre y su dragón se hacían pequeños en el cielo. El Capitán Varen se acercó, aliviado.

—Bien jugado, Ainge. Pensé que desatarías el infierno.

—El Rey me envió a seducir, Capitán. No a irritar. —Ainge tocó el brazalete de plata. Sintió el aroma del humo en su piel y el eco de la mirada de Kael en su mente.

—Pero creo que en el caso del Comandante Kael, la seducción será la forma más violenta de traición.

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