El eco de la música aún vibraba en las paredes de mármol, mientras los invitados disfrutaban entre risas, copas alzadas y pasos de baile elegantes. El aire estaba impregnado de perfumes costosos y el tintineo de copas se mezclaba con las notas de la orquesta.
En medio del bullicio, Lady Violeta Lancaster se escabulló con una excusa simple: un dolor de cabeza repentino. Nadie la cuestionó, pues su presencia imponía y pocos se atrevían a incomodarla. Caminó con paso sereno hacia el pasillo iluminado por candelabros de oro, hasta desaparecer detrás de una puerta tallada.
En el baño privado, el silencio fue un alivio para sus oídos. Frente al espejo, dejó escapar una risa apenas audible mientras sacaba de su bolso de seda un pequeño frasco de cristal oscuro, finamente tallado, que contenía un líquido brillante y transparente. Lo observó con deleite, como si contemplara la joya más valiosa del mundo.
—Por fin, Leonard… —susurró con una sonrisa torcida—. Esta vez no podrás resistirte. Con e