Enamorada de mi cuñado Duque
Enamorada de mi cuñado Duque
Por: Naths
Prólogo: ¡Confirmado! Existen los príncipes con armaduras doradas.

—Agua, tengo mucha sed, por favor denme agua— escuchó Valentina el ruego constante de la chica que estaba encadenada a su lado. 

Su rostro, pálido y demacrado por el hambre y la sed, contorsionaba en una mueca de desesperación que reflejaba el tormento de su alma.

Al igual que ella, en esa habitación oscura y húmeda, iluminada apenas por un haz de luz que se colaba a través de una rendija, había varias mujeres latinas. Sentadas en el frío suelo de concreto, unas contra otras, con sus ojos llenos de miedo y confusión.

 Valentina se preguntaba si todas habían sido engañadas como lo fue ella. Que con la esperanza de tener una mejor vida fuera de Venezuela, se embarcó en un viaje ilegal, gastando todos los ahorros de su madre y los suyos propios, para lograrlo.

 El miedo que ahora la invadía era palpable. Su piel se erizaba, y su respiración se agitaba, cada vez que recordaba la dulzura venenosa de aquellas promesas de un viaje seguro que le hicieron esos traficantes que se aprovecharon de su desesperación. 

Un golpe metálico resonó en la habitación y Valentina se estremeció presa del temor. Levantó la mirada y se encontró con la mirada fría de uno de los captores, que la examinaba como si fuera un objeto de mercancía. Y sus gestos faciales reflejaban avaricia y desprecio, como si estuviera evaluando su valor en el mercado clandestino.

—Esta venezolana es de primera calidad, conseguiremos un buen precio por ella —mencionó el hombre en español, señalándola con gesto imperioso, mientras otros dos la agarraban de imprevisto. 

Aunque Valentina intentó zafarse, las manos que la sujetaban eran implacables.

—¡Déjenme ir, por favor! Les suplico... ¡Prometo no decir nada! —rogó Valentina, con la voz temblorosa y desesperada.

—Si no cooperas, te golpearemos—le gritó otro en un inglés quebrado. 

Valentina, con su comprensión básica del idioma, captó la amenaza subyacente, y sus ojos se ensancharon en terror.

Minutos después, Valentina estaba siendo bañada con agua helada, y sentía cómo cada gota penetraba su piel, erizándola, y causando que su cuerpo temblara incontrolablemente. 

Fue arreglada como una muñeca, aunque su apariencia contrastaba drásticamente con la desolación en sus ojos, que pronto sería vendida al mejor postor.

Cuando se vio ser arrastrada fuera de la vieja cabaña, su mirada se perdió en la inmensidad de los árboles que la rodeaban. A pesar de sus gritos por ayuda, el silencio de la noche era su única respuesta. Un escalofrío la recorrió al darse cuenta de que estaba completamente sola, en un país desconocido, y lejos de su familia.

—¿Cómo se harán mi hija y mi madre sin mí?— murmuraba entre sollozos, obligada a caminar  por terreno resbaladizo con unos grilletes que mordían su piel a cada paso. 

Valentina tropezó y cayó de lleno en el fango, manchando su ropa y piel, recibiendo un golpe en su frente que resonó en el silencio de la noche, como un gesto de desprecio y crueldad que la hizo sentir aún más desamparada.

—Eres una inútil — le gritó uno de sus captores, alzando la mano para abofetearla. En ese instante, unas luces sorpresivas desde los matorrales capturaron la atención de todos.

La tensión en el aire era eléctrica cuando los captores se dieron cuenta de que eran el objetivo de unos francos tiradores que se cernía sobre ellos.

—¡Ríndanse! Bajen sus armas. Los tenemos rodeados, no tienen escapatoria— esa voz autoritaria rompió el tenso silencio.

Todo parecía de película, Valentina veía cómo aquellos militares armados que salieron detrás de los árboles, acorralaban a estos maleantes.

—Estamos salvadas— balbuceo con una sonrisa en los labios, a la vez que lloraba de pura felicidad.

Sin embargo, en medio de todo, Valentina fue consciente de que estaba siendo utilizada como escudo protector por uno de los malhechores, cuando sintió el frío metal de un cañón, presionando contra su sien.

Ella cerró los ojos con fuerza, sintiendo, su aliento entrecortado, y su corazón galopando en su pecho desesperado por escapar.

Los músculos de su rostro se contrajeron en un gesto de angustia. Sus ojos oscurecidos por el miedo, reflejaban el tormento interior que la consumía, mientras las lágrimas, descendían por sus mejillas como gotas, diamantes líquidos.

«Mi pequeña Sofi. Mamá, les he fallado, no pude cambiar sus vidas… lo siento mucho, no pude ser buena hija ni buena madre», repetía Valentina internamente con arrepentimiento.  

—Déjenme ir, si no la mataré— gritaba su captor con ella atrapada, y su voz era un gruñido desesperado, mientras daba paso hacia atrás, claramente acorralado.

Nuevamente, Valentina se quedó sin aliento, mientras su corazón palpitaba salvajemente, y las pulsaciones resonaban en sus oídos. Cuando uno de esos militares, con una compostura que desafiaba el peligro, se paró frente a ellos, con mirada que transmitía una calma perturbadora. Y sin pestañear o decir una sola palabra, disparó su arma. 

El ruido definitivo la ensordeció momentáneamente, pero al mirar cómo el cuerpo de ese hombre que estaba dispuesto a matarla cayó inerte, sintió un alivio agridulce.

Volvió a enfocar a su héroe, notando que, a pesar de la circunstancia y la oscuridad, aquel hombre frente a ella, iluminado por la tenue luz de la luna, emanaba una presencia casi divina. Su porte era imponente, y la seguridad en su gesto impasible.

—Arréstenlos a todos y rescaten a las víctimas— lo vio dar la orden con una autoridad inquebrantable. 

Valentina suspiró, sus ojos se sentían inexplicablemente atraídos hacia él, como si en ese caos, hubiera encontrado un faro de esperanza.

—Sí, general— le respondieron al unísono otros oficiales, en perfecta sincronía, como un eco de la disciplina y el respeto que aquel hombre inspiraba.

En la enfermería del recinto militar, donde fueron llevadas para recibir primeros auxilios, Valentina escaneaba el lugar con la mirada, buscando a ese hombre que se había convertido en el símbolo de su salvación, pero, para su desilusión, su héroe, o príncipe de armadura dorada, como lo había nominado en su mente, no estaba allí.

—Señora, podría hacerme el favor de llevarme con el general, quiero agradecerle— le pidió a la enfermera que estaba curando sus rodillas raspadas y algunos otros golpes que tenía en el cuerpo. 

—No entiendo español— decía la mujer en inglés, con tono amable, pero que, a la vez, marcaba una distancia insalvable.

Mientras tanto, Maxwell, después de reportar a su superior el éxito de la misión, llegó a la base, donde los oficiales de su equipo táctico lo esperaban para celebrar. Sin embargo, su alegría quedó suspendida en el aire, cuando su teléfono sonó.

*Hijo, tu padre ha muerto, debes volver a casa*, las palabras cayeron como un mazo, arrasando con cualquier vestigio de victoria o celebración. A Maxwell el teléfono se le deslizó de las manos. Su capacidad para mantenerse compuesto en el campo de batalla no lo preparó para el golpe emocional.

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