Terminó el concierto a la una de la madrugada, y como era costumbre en
el pueblo, en vez de disolverse la reunión, se pusieron a bailar los
jóvenes con el mayor ahínco, muy a placer de las señoritas, que sólo
toleraban dos o tres horas de música con la esperanza de estar bailando
otras dos o tres horas. Emma no pensó en retirarse mientras quedase allí
alma viviente. En cuanto a Marta Körner, estaba demasiado ocupada para
pensar en el tiempo. ¡Íbale tanto en perseguir las fieras, es decir, en
la caza mayor a que se había entregado en cuerpo y alma, que ya ni veía
ni oía lo que estaba delante; para ella no había en el mundo más que su
Juan Nepomuceno, con sus grandes patillas! Desde antes de terminar el
concierto habían hecho rancho aparte, en un rincón de la sala; y allí
estaba la alemana enseñándole el alma, y un poco, bastante, de la
blanquísima pechuga, al acaramelado mayordomo, futuro administrador de
la fábrica de productos químicos. Körner, aunque muy metido en
conversación con M