Ardían en las arañas de cristal muchas docenas de bujías de esperma;
allá, al extremo del salón, sobre una plataforma improvisada, la
respetable orquesta de los músicos sedentarios, de los profesores
indígenas, inauguraba la fiesta con una sinfonía de su vetusto
repertorio: allí estaba el trompa, refractario al italiano y a la
afinación; allí el espiritual violinista Secades, que había soñado con
ser un segundo Paganini, que había pasado noches y noches, días y días,
buscando en las cuerdas, acariciadas por el arco, ora lamentos de amor
sublime, ora imitaciones exactas de los ruidos naturales; v. gr.: los
rebuznos de un jumento. ¡Sarcasmo de la suerte! El rebuzno lo había
dominado; su arco había llegado a hablar como la burra de Balaam; pero
la inefable cantinela del amor, los ayes de la pasión sublime, los
reservaban aquellas cuerdas para otro arco amante, no para el de
Secades. El cual, ya maduro y desengañado, iba prefiriendo su otro
oficio de zurupeto, y más atendía ya a la banca