Durmió como un muerto, pero no mucho. Como un resucitado volvió a la
vida haciendo guiños a la luz cruda de un rayo del sol del mediodía, que
por un resquicio de la ventana mal cerrada, se colaba hasta la punta de
sus narices, hiriéndole además entre ceja y ceja.
Aquel rayo de luz le recordaba los rayos místicos de las estampas de los
libros piadosos; él había visto en pintura que a los santos reducidos a
prisión, y aun en medio del campo, les solían caer sobre la cabeza rayos
de sol por el estilo del que le estaba molestando. Si él fuese idólatra
(que no lo era), vería en aquello la mano de la Providencia. No era
idólatra, pero creía en el Hacedor Supremo y en su justicia, que tenía
por principal alguacil la conciencia. Indudablemente su situación, la de
Bonis, se había complicado desde la noche anterior. «Hueles a polvos de
arroz», había dicho la engañada esposa, tres veces lo había dicho, y en
vez de irritarse... de envenenarle o ahorcarle... ¡cosa más rara!...
Y al llegar aquí se