Las horas en casa pasaron con una lentitud desesperante.
Amanda intentó dormir, pero el colchón le resultó hostil. Se paseó por el salón sin saber qué buscar, se cambió de ropa tres veces sin terminar de arreglarse del todo. El silencio era lo peor. Había vivido muchos silencios, pero ese era distinto. Pesado. Preñado de todo lo que no se había dicho esa mañana en el hospital.
Por fin, cerca del mediodía, el chofer llegó y la condujo hacia la nueva residencia donde habían instalado a su madre. El trayecto duró casi una hora, en parte por el tráfico, en parte porque se trataba de un lugar retirado del centro de la ciudad. El paisaje fue cambiando poco a poco, los edificios dieron paso a árboles altos, muros cubiertos de enredaderas y calles limpias que parecían recién barridas.
Cuando llegaron, Amanda apenas tuvo tiempo de observar la entrada. El portón de hierro forjado se abrió con un leve chirrido y reveló un camino adoquinado flanqueado por bugambilias en flor. La residencia era má