El reloj del despacho marcaba las diez de la mañana cuando Eric cruzó la puerta, acompañado por dos abogados.
Ni siquiera saludó. No era necesario. La mirada fría que traía bastaba para dejar muy claras sus intenciones.
Ya estaba cansado de juegos.
Del otro lado de la mesa, Abel Rodríguez ya lo esperaba, con los ojos cansados, la mandíbula tensa y un abogado a cada lado, el moretón en su cara no había desaparecido del todo, pero eso no había sido suficiente para Eric, le habría destrozado la cara de Amando no haber estado allí. Tenía el rostro demacrado, las ojeras hundidas, y ese olor agrio de quien lleva varios días sin dormir.
—Sanders —dijo, fingiendo calma—. No esperaba que tuvieras las agallas de venir en persona.
¿Agallas? ¿A quién era que le faltaban las agallas?
Eric no contestó. Se sentó con una elegancia fría, se quitó el abrigo y lo dejó caer sobre el respaldo de la silla. Abrió la carpeta que llevaba y deslizó unos documentos sobre la mesa.
Era ya hora de ponerle fin a to