Eric llegó a la casa de Amanda sin perder un segundo más, con tres camionetas detrás y una nube de periodistas que ya había tomado todo el vecindario.
Los guardaespaldas bajaron antes que él, abriendo paso como podían, usando los brazos para bloquear cámaras, micrófonos y empujones. La multitud gritaba su nombre, buscaban su rostro, querían respuestas, querían sangre, querían cualquier palabra que les diera un titular más jugoso que el anterior.
Eric no los escuchaba. Solo veía la puerta blanca de la casa y el camino corto entre él y el timbre.
Empujó a uno de los reporteros que intentó atravesarse y llegó hasta la entrada. Tocó el timbre con fuerza. Una. Dos. Tres veces. Esperó. Nada. Tocó aún más fuerte, casi golpeando con el puño, pero del otro lado no hubo movimiento. Se llevó la mano al bolsillo y sacó el móvil, marcó el número de Amanda y acercó el teléfono al oído.
La llamada sonó una vez, dos, tres… y nadie contestó. Siguió insistiendo. La llamada se cortó sola. Volvió a marca