Apenas desaparecieron de vista, Ian se acercó.
—Te lo advierto, Jordan —espetó con voz baja pero firme, como si cada palabra fuera una amenaza velada—. Si llegas a lastimar a Ciel… no te lo voy a perdonar.
Jordan levantó las cejas, como si la advertencia le resultara divertida. Sus labios se curvaron en una sonrisa burlona.
—¿Lastimarla? ¿Por qué haría algo así… señor Ian? —ironizó—. Ella es… especial. Mitad como nosotros, mitad humana. Es un milagro andante. No soy estúpido.
Ian frunció el ceño.
Jordan continuó, paseando alrededor de él como un depredador midiendo a otro.
—Además… ¿no eres tú el heredero del gran trono? ¿El niño dorado que todos quieren proteger? —su voz bajó un tono—. Aunque… últimamente se rumora que no todos están de acuerdo con que sigas con vida. Dicen que algunos clanes antiguos quieren eliminarte… por "paz".
Ian no se inmutó. Solo lo observaba con frialdad.
—Debe doler —continuó Jordan—, ser el único cuya sangre se extrae anualmente para crear la pócima de convivencia. Gracias a ti, miles de vampiros pueden vivir como humanos. Comer, dormir, amar… sin necesidad de sangre real.
Hubo un silencio.
—Qué carga tan pesada, ¿no? —dijo Jordan con una sonrisa torcida—. Ser el santo mártir de todos. La fuente de vida de los demás.
Ian apretó los puños.
Jordan se acercó, murmurando casi al oído:
—Lo triste es que… tu sangre no sirve para mí. Yo necesito otra cosa. La sangre de una mujer santa. Y tú lo sabes. Por eso vine. Porque Ciel… es justo lo que he estado buscando. No me interesa dañarla. La necesito.
Ian lo empujó con fuerza contra la pared. Sus ojos, normalmente tranquilos, brillaban con un tono rojizo apenas perceptible.
—No vas a tocarla.
Jordan soltó una carcajada.
—¿Por qué tanto drama? ¿Tú tampoco la has tocado, cierto? ¿O es que te está gustando más de lo que deberías?
Un silencio helado se instaló entre ambos.
Jordan se separó de la pared, se sacudió la chaqueta y lo miró con esa arrogancia que solo los inmortales tienen.
—Esto apenas comienza, Ian. Que gane el mejor… o el más puro.
Y se marchó.
Mientras tanto, en la cafetería, Ciel revolvía su jugo sin probarlo, sintiendo el estómago revuelto, sin saber que su sangre… podría ser la llave de una guerra inminente.
Ian apoyó la espalda contra la columna, mirando de reojo a Jordan. Cada palabra del pelinegro lo irritaba más. Su sonrisa burlona, su tono relajado… su atrevimiento.
Pero lo que más le hervía la sangre… era que se atreviera a hablar de Ciel.
—Ella es mía —dijo Ian en voz baja, pero con la firmeza de quien ya ha reclamado lo que le pertenece—. Lleva mi marca, Jordan. Y tú sabes perfectamente lo que eso significa.
Jordan soltó una carcajada que resonó como un eco molesto entre las paredes del pasillo vacío.
—Hablas tanto… como si eso bastara —dijo, cruzando los brazos—. Pero lo que no sabes, Ian, es que Ciel no es como cualquier chica. Ella es especial. Para hacerla completamente tuya, necesitas pasar por un ritual ancestral. Uno que, conociéndote, dudo mucho que tengas el valor de completar.
Ian entrecerró los ojos.
—¿Qué sabes tú del ritual?
Jordan sonrió con arrogancia.
—Más de lo que imaginas. —Se acercó un paso más, su voz bajando a un susurro venenoso—. ¿Ya olvidaste quién es su padre? Un líder antiguo. Un sacerdote consagrado. ¿De verdad crees que permitirá que su única hija se una con un vampiro?
Los ojos de Ian brillaron brevemente con un tono rojizo.
Jordan sonrió satisfecho. Había tocado una fibra.
—Además… tus padres —añadió con tono despreciativo—. ¿Tú crees que aceptarán a una humana débil como su futura reina? Ellos esperan a alguien de sangre pura. No a una chica criada entre oraciones y prohibiciones.
Ian lo empujó con fuerza, sujetándolo por el cuello de la camisa.
—No vuelvas a llamarla débil. No tienes idea de lo que es capaz.
—Entonces demuéstralo —susurró Jordan, sin inmutarse—. Termina el ritual. Rechaza la herencia. Renuncia a tu sangre. Pero sabes tan bien como yo que no lo harás. Porque tú también tienes miedo.
Ian soltó su agarre, retrocediendo un paso, el corazón latiéndole con fuerza. Miedo. Esa palabra no tenía cabida en su vida… y sin embargo, Jordan la había clavado como una daga.
Porque tenía razón en algo.
Si quería a Ciel… tendría que renunciar a todo.
Y en el fondo, Ian no sabía si estaba dispuesto.
Mientras Jordan se alejaba silbando con desdén, Ian cerró los ojos y murmuró entre dientes:
—Ciel… ¿quién eres realmente?
Desde la sombra del roble cerca del estacionamiento, Ian apretaba los puños. Sus ojos, fríos como el acero, no dejaban de seguir a Ciel, que salía de la universidad riendo, acompañada de Jordan. Esa risa... esa sonrisa que no le pertenecía.
Le dolía. Le ardía.Y la furia que se le subía por la espalda no era solo humana. Era algo más oscuro. Algo que intentaba contener, pero que ese chico imprudente estaba despertando.
Cuando vio a Jordan rozarle el hombro, no lo pensó dos veces.
—¡Ciel! —gritó, caminando rápido hacia ella.
Ella volteó, sorprendida. Antes de que pudiera reaccionar, Ian la tomó del brazo, con fuerza pero sin hacerle daño, y la arrastró hasta su coche deportivo negro. Jordan intentó acercarse, pero una mirada de Ian lo detuvo. Una que no era de este mundo.
—¡¿Estás loco?! —protestó Ciel, forcejeando— ¡¿Qué haces?!
—Sube. Ahora —dijo Ian con una voz tan baja y grave que no parecía humana.
—¡Ian, suéltame! ¿Qué te pasa?
Pero él abrió la puerta y prácticamente la metió dentro del auto. Cerró de golpe y se fue al volante. En segundos, el motor rugió y salieron disparados del campus.
En el interior, Ciel lo miró con los ojos muy abiertos, respirando agitada.
—¡¿Te volviste loco?! ¿Me secuestraste o qué?! ¡Detén el carro!
—¡Cállate un momento! —espetó Ian, sin mirarla—. ¿No te das cuenta del peligro en el que estás?
—¿Peligro? ¡¿De qué hablas?! ¡El único peligro aquí eres tú!
Silencio. Solo el sonido del motor y su respiración alterada. Ian frenó de golpe al llegar a un camino apartado cerca del bosque.
Ciel lo miró, furiosa. Pero entonces notó que él estaba temblando. No de miedo. De rabia. De algo más.
—No debí hacer eso… —susurró Ian, golpeando el volante—. Maldita sea… tú me estás volviendo loco.
—¿Por qué? —preguntó Ciel, con voz más baja, confundida.
Él levantó la mirada. Sus ojos ya no eran del color habitual. Brillaban con un tono rojizo tenue, y había algo salvaje en su expresión.
—Porque... no soporto verte con él. No entiendes nada, ¿verdad? Tú no eres una chica normal. ¡Tú eres... especial! ¡Y no tienes idea de lo que eso significa!
—¿Especial? —repitió ella, aún más confundida.
Ian suspiró, se pasó la mano por el cabello y susurró como si le doliera:
—Tú... tienes algo en tu sangre. Algo que todos buscan. Algo que yo... necesito proteger.
—¿Proteger de qué? —preguntó Ciel, cada vez más asustada.
Él giró hacia ella, con el corazón en los ojos, aunque su voz seguía firme:
—De todos. Incluso de mí.
Ciel frunció el ceño con fuerza, su respiración era errática, el corazón golpeando contra su pecho como un tambor de guerra.