El aire estaba cargado, como si millones de chispas eléctricas lo recorrieran. Ciel flotaba en medio del campo, la luz plateada de sus ojos enfrentándose a la sombra ardiente que todavía intentaba reclamarla.
Ian, con el brazo extendido hacia ella, gritaba con la garganta rota:
—¡Ciel, mírame! ¡Eres tú, no él! ¡Tú me elegiste!
Jordan, apoyado en su espada, jadeaba con rabia, la sangre escurriéndole por la boca.
—¡No le des la espalda, Ciel! —su voz era un rugido desgarrado—. ¡No confíes en un fantasma que se arrastra en tu sangre! ¡Confía en nosotros, en lo que eres aquí y ahora!
Artaxiel levantó su titánica silueta detrás de ella, extendiendo sus alas de oscuridad. Su voz quebraba la tierra misma:
—No hay "ustedes". Solo yo. Solo la eternidad que represento. Ella es mía desde que nació. ¡Ninguno de ustedes puede robar lo que ya me pertenece!
Ciel gritó, llevándose las manos a la cabeza. El suelo bajo sus pies se partió, y un vórtice de sombras y luz dorada comenzó a girar alrededor,