La tierra temblaba como si el mundo entero estuviera a punto de resquebrajarse. Cada paso del titán Artaxiel hacía que los árboles se doblaran y que las piedras salieran despedidas como si fueran polvo. El cielo se oscurecía con las alas desplegadas de su figura, y la luna partida parecía sangrar luz roja sobre todos los presentes.
Ian cargaba a Ciel con desesperación. Su respiración era débil, pero cada vez que el rugido de Artaxiel resonaba, el cuerpo de ella temblaba, como si el vínculo con la criatura aún tirara de sus entrañas.
—No voy a dejar que vuelvas a ella —murmuró Ian, la voz dura, los ojos dorados ardiendo con furia.
Jordan, delante de ellos, abría paso a espadazos. La hoja ardiente de su arma no parecía apagarse nunca, aunque cada golpe lo debilitaba un poco más.
—¡Vamos, Ian! —gritó, derribando a otra criatura de sombra que se abalanzaba sobre ellos—. ¡Si te detienes un segundo, estamos muertos!
El aire estaba lleno de gritos: soldados de Kaelion huyendo despavoridos, l