El amanecer nunca llegó.
El cielo permanecía teñido de rojo, como si la luna partida hubiera maldecido la tierra. Los cuerpos aún ardían en brasas dispersas, y el aire estaba impregnado de un hedor metálico que nadie podía ignorar.
Leonardo alzó a Ciel entre sus brazos con un cuidado feroz, como si ella fuera lo único que mantenía en pie su espíritu desgarrado. Ian, tambaleante, se mantuvo a su lado, mientras Jordan abría paso con la espada aún en mano, su furia sirviendo de escudo contra cualquier sombra que intentara acercarse.
—Hay que retirarnos —ordenó Leonardo, con la voz grave y cortante—. ¡Ya!
Algunos de los clanes, exhaustos y temerosos, no se atrevieron a objetar. Otros dudaron, pero al ver a Ciel inconsciente, envuelta en ese aura de luz y sombra, supieron que seguir luchando era desafiar lo incomprensible.
El regreso fue lento y tenso. Cada paso de Leonardo estaba acompañado por la respiración débil de su hija. Ian caminaba a su lado, con la mano apoyada sobre ella, infund