Las horas parecían siglos. Afuera, la tormenta no cesaba: los relámpagos iluminaban el cielo teñido de rojo y las nubes rugían como si el mundo entero se partiera. Dentro de la casa, las velas apenas lograban resistir el viento invisible que soplaba desde la misma piel de Ciel.
Leonardo seguía de pie, con la mirada fija en ella. El cansancio le pesaba en los huesos, pero el miedo lo mantenía despierto.
Ian, exhausto, se había sentado en el suelo con la espalda contra la cama, aferrando aún la mano de Ciel. Jordan, siempre alerta, permanecía apoyado en el marco de la puerta, observando el pasillo oscuro, por si algún enemigo intentaba irrumpir.
Entonces sucedió.
Ciel dejó escapar un suspiro áspero, como si el aire mismo le pesara. Sus ojos se abrieron de golpe y, en un parpadeo, su cuerpo quedó inmóvil. El silencio cayó en la habitación, tan absoluto que hasta la tormenta afuera pareció contenerse.
Pero Ciel ya no estaba allí.
El vacío interior
Cuando abrió los ojos, no vio la habitaci