El haz dorado que descendía de los Guardianes se quebró en mil pedazos cuando Ciel abrió los ojos. La luz que debía encerrarla se retorció y se convirtió en cristales flotantes, girando a su alrededor como si la reconocieran como su dueña.
Los tres ejércitos enmudecieron. El fuego de Kaelion se apagó de golpe, la niebla de Azereth retrocedió como si hubiese encontrado un muro invisible, y hasta los Guardianes dejaron de cantar, desconcertados.
Ciel avanzó un paso, sus pies descalzos tocando la tierra quemada. Cada paso que daba resonaba como si el mundo entero lo escuchara.
—Basta. —Su voz, clara, reverberó como un trueno en todas direcciones.
El viento se levantó con furia, arrancando cenizas del suelo y dispersando llamas. Su cabello flotaba en un aura de luz y sombra entrelazadas, un equilibrio imposible.
Ian la miraba con incredulidad. Sentía la marca de sangre arder en su muñeca: el vínculo con ella vibraba como un tambor descontrolado.
—Ciel…
Pero no podía acercarse. Nadie podía