La tierra no solo temblaba… se desgarraba.
Las raíces milenarias emergían como serpientes, quebrándose ante la presión de dos fuerzas que parecían demasiado grandes para el mundo. Los cazadores ya no podían mantenerse de pie; algunos cayeron de rodillas, otros huyeron presa del terror. El aire mismo se volvía denso, difícil de respirar, como si la atmósfera no soportara el choque de poder.
Ciel sentía cada fibra de su cuerpo arder. El peso de la lanza era insoportable, como si la misma luna hubiese descendido a sus manos. Y aun así, no la soltó.
El resplandor que emanaba del arma era irregular, como si un caos perfecto la habitara: sombras y luces mezcladas, pulsando al ritmo de su corazón.
—Tú no deberías existir —gruñó Artaxiel, su voz reverberando en todas direcciones como un eco que surgía desde los huesos de la tierra—. Yo soy el origen, la sangre sin mancha, la raíz de toda eternidad. Y tú… eres mi contradicción.
Ciel, con los labios partidos y la frente bañada en sudor y sangre