Ciel no podía dejar de temblar. Sostenía a su madre con fuerza, sintiendo el peso del pánico y la culpa en cada latido. Ian seguía en el suelo, jadeando, los ojos clavados en ella como si no pudiera creer lo que acababa de pasar.
Y entonces… un estruendo.
La puerta principal se abrió de golpe, como si hubiera sido empujada por una tormenta.
Un aura pesada llenó la casa.
—¡¿Qué demonios está pasando aquí?! —rugió una voz profunda y autoritaria, cargada de rabia contenida.
Ciel se giró lentamente, sintiendo cómo el aire se helaba.
Ahí estaba.
Su padre.
Vestido de negro, alto, imponente… y con los ojos encendidos como brasas. Su rostro, endurecido por los años y las batallas que nunca contó. Sus colmillos, visibles, largos y afilados como dagas antiguas.
—¡Largo de mi casa, Ian! —bramó, señalándolo con una furia que hizo vibrar las ventanas—. ¡Te advertí lo que pasaría si te acercabas a mi hija!
Ian se puso de pie con dificultad, sus ojos rojos buscando sostenerle la mirada, pero incluso