Los pasos que retumbaban en el exterior no eran de un grupo pequeño. Eran docenas. Tal vez más de un centenar. La casa de campo, humilde y fuerte a la vez, crujía con cada golpe de las botas que cercaban el lugar. El aire estaba cargado de humo, hierro y una presión oscura que erizaba la piel de todos.
Leonardo, apoyándose en la pared mientras la sangre le corría por el brazo herido, clavó sus ojos en Ian y Jordan.
—No resistiremos un asedio aquí dentro. No con ella en este estado.
—¿Y a dónde pretendes llevarla? —replicó Jordan con la espada aún en mano, la mandíbula tensa.
—Estamos rodeados.
Ian limpió la sangre de su boca con el dorso de la mano. Su mirada se endureció.
—Si no podemos huir… pelearemos. Pero no dejaremos que se la lleven.
El crujido de la puerta principal resonó como un disparo. Los primeros encapuchados irrumpieron, con ojos brillando en tonos rojos y azules, armas afiladas como huesos de bestias antiguas. Entraron en formación, disciplinados, como si fueran soldad