El viento helado de Elarion cortaba la piel como cuchillas.
El cielo permanecía en un constante tono violeta, teñido por un sol moribundo que apenas alcanzaba las cimas cubiertas de ceniza.
Allí, entre rocas y raíces retorcidas, Ciel caminaba con el niño en brazos, seguida de Ian, que apenas recuperaba fuerzas.
Jordan se había quedado atrás, prometiendo distraer a los rastreadores de Alexandre.
Ellos dos, en cambio, debían llegar hasta el Santuario de la Sangre Vieja, donde, según las escrituras, aún dormían los restos del primer linaje.
Ian se tambaleó un poco.
—¿Cuánto falta? —murmuró, cubriéndose el pecho donde aún brillaba débilmente el símbolo plateado.
Ciel lo miró de reojo, preocupada.
—No lo sé… pero el niño deja un rastro. Alexandre podría seguirlo si no llegamos antes del amanecer.
Ian asintió, aunque su cuerpo parecía más débil con cada paso.
El vínculo que Ciel había creado lo mantenía con vida, pero también lo ataba a ella más de lo que ambos comprendían.
Cuando por fin a