El aire dentro de la cueva se volvió tan denso que el aliento se volvió imposible.
El resplandor rojizo que recorría las paredes comenzó a fluir hacia el centro, dibujando sobre el suelo un círculo perfecto, un sello que latía con ritmo propio.
Ciel apretó al niño contra su pecho.
Ian se interpuso frente a ambos, la mirada fija en la oscuridad.
Un susurro surgió de las sombras, grave y profundo, como si viniera de todas partes a la vez.
—Así que… los hijos de la sangre impura se atrevieron a invocar mi sueño.
Ciel retrocedió un paso. Su corazón latía con violencia, pero no por miedo, sino por reconocimiento.
Esa voz… la había escuchado antes. En sueños, en visiones, en los murmullos que la habían perseguido desde niña.
—¿Quién eres? —preguntó Ian, su voz tensa, lista para luchar.
La oscuridad se condensó.
Una figura emergió del fondo de la cueva: alta, delgada, envuelta en un manto de sombras líquidas. Su rostro era apenas visible, pero dos ojos —uno dorado y otro carmesí— brillaban c