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El silencio tras la tormenta era irreal.

Solo el crepitar de los muros fracturados y el débil llanto del niño llenaban el aire.

La lluvia, ahora fina y constante, se filtraba por los huecos del techo, cayendo sobre el cuerpo herido de Ian.

Ciel lo sostuvo entre sus brazos, temblando.

La sangre manaba sin detenerse del costado de él, caliente y espesa, mezclándose con el agua.

—Ian… mírame —susurró, golpeando suavemente su rostro—. No cierres los ojos, ¿me oyes?

Él respiraba con dificultad.

Sus pupilas, normalmente rojas, se habían oscurecido hasta volverse casi negras.

—Estoy… bien —murmuró, aunque su voz apenas era un hilo—. Solo… un rasguño.

—¡No digas eso! —gritó ella, con desesperación—. ¡No cuando estás sangrando así!

Apoyó su frente en la de él, sintiendo su pulso debilitarse.

El aura híbrida aún vibraba alrededor de su cuerpo, como un eco descontrolado de lo que acababa de liberar.

Ciel cerró los ojos y colocó sus manos sobre la herida.

El poder fluyó de ella como una corriente
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