La lluvia se había vuelto fina, casi etérea, como si el cielo temiera tocarla.
Ciel permanecía inmóvil entre los restos del bosque, la piel pálida y brillante, el pulso latiendo con un compás que ya no era ni humano ni vampiro.
Ian la observaba con una mezcla de miedo y devoción. Había visto el poder antes, pero nunca así: tan puro, tan indomable, tan… vivo.
De pronto, Ciel levantó la vista. En sus ojos se reflejaba el firmamento: una franja de luz dorada cruzando la oscuridad carmesí.
El aire a su alrededor vibró. Las hojas muertas se alzaron del suelo, girando en un torbellino silencioso.
—Ian… —susurró ella—. Escucho voces.
Él frunció el ceño.
—¿Voces?
—Susurros antiguos… hablan dentro de mí. Dicen que el eclipse no fue el final, sino el comienzo. Que el equilibrio necesita sangre.
Ian la sujetó suavemente por los hombros.
—No los escuches. Es el eco del vínculo, nada más.
Pero en su interior, él también podía oírlos. Voces femeninas, masculinas, distantes y cercanas, pronunciando