187

El silencio era absoluto.

Ni viento, ni nieve, ni sonido alguno.

Solo un vacío brillante, como si el mundo se hubiera detenido a mitad de un suspiro.

Ciel abrió los ojos lentamente.

El suelo bajo ella no era tierra, ni piedra: era cristal líquido, que reflejaba luces doradas y rojas, como un océano hecho de luna.

Su cuerpo flotaba apenas sobre la superficie, sin peso.

—Ian… —susurró con la voz débil.

Una sombra se movió a su lado.

Ian apareció entre la neblina, arrodillándose junto a ella. Su rostro mostraba preocupación, pero también asombro.

—Te tengo. —Le tomó la mano con suavidad—. No te muevas. No estamos… en el mundo real.

Ciel giró la cabeza, mirando a su alrededor.

No había horizonte. Solo un infinito reflejo de luz, donde fragmentos de recuerdos flotaban como espejos rotos.

En uno, vio a su padre, Leonardo, de pie frente a una figura encadenada por símbolos de sangre.

En otro, vio a su madre, Elena, llorando mientras sostenía un medallón con el símbolo del eclipse.

—¿Qué es e
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