El silencio era absoluto.
Ni viento, ni nieve, ni sonido alguno.
Solo un vacío brillante, como si el mundo se hubiera detenido a mitad de un suspiro.
Ciel abrió los ojos lentamente.
El suelo bajo ella no era tierra, ni piedra: era cristal líquido, que reflejaba luces doradas y rojas, como un océano hecho de luna.
Su cuerpo flotaba apenas sobre la superficie, sin peso.
—Ian… —susurró con la voz débil.
Una sombra se movió a su lado.
Ian apareció entre la neblina, arrodillándose junto a ella. Su rostro mostraba preocupación, pero también asombro.
—Te tengo. —Le tomó la mano con suavidad—. No te muevas. No estamos… en el mundo real.
Ciel giró la cabeza, mirando a su alrededor.
No había horizonte. Solo un infinito reflejo de luz, donde fragmentos de recuerdos flotaban como espejos rotos.
En uno, vio a su padre, Leonardo, de pie frente a una figura encadenada por símbolos de sangre.
En otro, vio a su madre, Elena, llorando mientras sostenía un medallón con el símbolo del eclipse.
—¿Qué es e