Esa noche, la luna se alzó como un ojo blanco sobre Vorlak, iluminando las almenas y los pasillos de piedra. El silencio era denso, casi ritual. Ciel no podía dormir. Sentía la energía vibrando bajo su piel, su sangre híbrida respondiendo a algo invisible… una llamada antigua que no entendía del todo.
Bajó al patio interior, donde las antorchas aún ardían. Caminó descalza sobre el mármol frío, dejando que el aire nocturno rozara su piel. No esperaba encontrar a nadie, pero Ian estaba allí, solo, practicando movimientos con su espada. La hoja relucía con un brillo azul, y su cuerpo se movía con precisión salvaje, como un animal en tensión.
—No puedes dormir tampoco —dijo ella, deteniéndose a unos metros.
Ian giró despacio, guardando la espada. —No. Desde la batalla, mi mente no encuentra paz. Cada vez que cierro los ojos, veo tu sangre brillando entre las sombras.
Ciel frunció el ceño, sin saber si sentirse conmovida o perturbada. —No hables así. No quiero que me recuerdes como un sacr