El aire pesado de la enfermería estaba impregnado del olor a medicamentos baratos y desinfectante, un aroma que se mezclaba con el cobre tenue de la sangre que todavía manchaba las vendas de Massimo Agosti. La tenue luz que caía desde el techo parpadeaba, proyectando sombras erráticas en las paredes agrietadas, como si el espacio mismo respirara con esfuerzo. Massimo apenas lograba mantenerse despierto. El dolor palpitante en su costado lo mantenía en un estado de somnolencia febril, y su mente flotaba entre la realidad y los fragmentos desordenados de recuerdos recientes.
De repente, un ruido sutil, el sonido de unos tacones acercándose, lo sacó de su letargo. Levantó la mirada, y por un instante creyó estar alucinando. En el umbral de la habitación apareció Blair. Su silueta estaba delineada por la luz del pasillo, y aunque su expresión denotaba calma, sus ojos cargaban una tormenta de emociones.
—Blair… —murmuró Massimo, con un hilo de voz apenas audible. Ignorando que todos estaba