El agua de la ducha cayó sobre mí como una cascada helada. Cerré los ojos, dejando que se llevara consigo la sal de las lágrimas, el cansancio pegajoso de tantas horas en el hospital, pero nada pudo arrancarme la sensación de vacío que me atravesaba.
Me aferré al lavabo, temblando. El espejo me devolvía una imagen ajena: ojeras hundidas, labios resecos, el rostro marcado por la vigilia. No parecía la mujer que apenas unos días antes había sonreído con ilusión frente a sus seres queridos.
El sonido de mi celular me sobresaltó. Salí corriendo, con el cabello aún goteando, y lo tomé con manos temblorosas. No era el hospital. Era un número conocido: mi madre.
—¿Mamá? —contesté con el corazón en un puño.
—Tranquila, hija —dijo con voz serena, como si hubiera adivinado el pánico en mi garganta—. Todo está igual. Alex descansa. No hubo ningún cambio. Solo quería que supieras que tu padre y yo estamos aquí, que no estás sola.
Me dejé caer en la cama, con un suspiro entrecortado.
—Gracias… no