Logan.
Seis años después... Dejo caer la carpeta sobre mi escritorio y el sonido solo incrementa las molestias que me hacen detestar haber aceptado volver a esta ciudad. Y no es solo el trabajo, aunque este me tenga con la mandíbula a punto de estallar cada vez que leo lo que dejaron los falta de cojones que se acobardaron. Bases destruidas, hombres desaparecidos, ciudades con un índice criminal escalando a lo que las agencias temieron ver. Los informes me hacen doler la cabeza, pero la migraña no me detiene. Aunque la puta pastilla no sirve de nada desde hace meses, la trago igual. Es un hábito estúpido, como fingir que el orden todavía significa algo. Nada funciona. La cadena de mando es un chiste que se repite en cada mesa de reunión. Hay más protocolos que agentes vivos, más reuniones que estrategias funcionales. La política se metió hasta los huesos de esta institución, y yo lo advertí. Se los dije. Pero a los burócratas les gusta pensar que un escritorio puede detener a un grupo de mercenarios con lanzacohetes y entrenamiento en tortura psicológica. Idiotas. No me hago ilusiones. Dirijo esto con la frialdad que requiere saber que la mitad de tus hombres son cadáveres en espera. Aun así, todos esperan que sonría en conferencias, que ofrezca condolencias, que diga que lo tenemos bajo control. No lo tenemos. No lo tendrá nadie hasta que se haga lo necesario. Y yo soy el único que no tiene nada que perder. Me llaman comisionado ahora. No porque lo quiera. Porque nadie más soporta esta mierd@. Hace tres días, la base de Black Ridge desapareció. Entera. No hay rastros. Solo un video de sesenta y tres segundos en el que uno de nuestros técnicos grita, antes de que su materia cerebral salpique la cámara. Esto no lo hizo un cártel. No lo hizo un grupo paramilitar. Esto fue algo más grande. Más organizado. Y aunque nadie lo dice, todos sienten miedo. Enciendo otro cigarro, aun sabiendo que está prohibido fumar en la sala de análisis. Me da igual. El humo me ayuda a no patear la mesa cuando veo las cifras de los últimos atentados. —¿Cuántos cuerpos esta vez? —pregunto sin mirarlos. —Trece identificados. Otros seis no tienen rostro. Asiento. Mis nudillos crujen al apretar la carpeta. Me importan los muertos. Pero me importan más los que siguen vivos creyendo que están ganando. —Quiero los nombres. Los responsables. Las rutas. Los fondos. Y los maldit0s enlaces que nos filtraron información—, manifiesto lanzando el cigarrillo a la basura. Ni eso me genera nada. Necesito algo más fuerte—. A las nueve. —Comisionado, es imposible rastrear todo eso en tan poco tiempo… —Pues hazlo posible —gruño, cortando la frase del teniente Ortega—. O entrega tu placa. Nadie de los presentes responde. Nadie se atreve. Me quedo solo. Otra vez. Con la pantalla parpadeando frente a mí y la sensación de que algo se mueve en la oscuridad, burlándose de cada recurso, de cada orden. Y no sé quién está detrás de esto. Pero lo que sí sé, es que alguien nos está mirando desde muy arriba. Y tiene toda la intención de vernos arder. Me desplazo en mi camioneta hacia la zona central de la ciudad. Es eso lo que me tiene impaciente. Haber regresado a un lugar del cual especifiqué que no quería saber nada. Seis años no cambian mi idea sobre Hampshire. El agua fria no ayuda en nada y el salir a un bar tampoco. El licor me sabe a nada. —Sabía que estabas aquí— me dice el sargento Lee con su cara de haberse tragado un jodido payaso. Vuelvo a mi vaso, sin interés en él—. Supongo que no les gusta cambiar ni la decoración de este sitio. Luce exactamente igual. —¿Vienes a beber o a darles sugerencias de cómo redecorar? —respondo sin quitar la vista del vaso, que ya está más vacío que mi paciencia. Lancé el teléfono en los asientos traseros de la camioneta justamente para que nadie viniera a joderme. Pero siempre encuentra la manera. Lee se sienta sin pedir permiso. No espero que lo haga. Es de los pocos que no me teme, y eso no significa que lo tolere. —Vengo a decirte que el caso Black Ridge no fue un accidente —su voz baja, lo justo para evitar que los curiosos del bar escuchen—. Hay un patrón, como lo insinuaste hace dos meses. Las cuatro bases antes de esa que también cayeron trabajaron en regiones que alguna vez… tú pisaste. Alzo una ceja. No porque me sorprenda, sino porque odio tener razón. —¿Y me lo dices ahora por qué? —Porque los nombres que están apareciendo no cuadran. Uno en especial—, le da un sorbo a su cerveza—. No está en las bases de datos. No tiene registros bancarios. No figura en la Interpol. No existe. —Entonces no me interesa —respondo, bebiendo el último trago. Me levanto y él también. —Pero el nombre aparece en cada ruina que han dejado —suelta, siguiéndome—. No sabemos quién es. Pero todos los sobrevivientes, antes de morir, dicen lo mismo. La serpiente tiene ojos. Me detengo. No por el nombre. Sino por lo estúpido que suena. —¿Esa es tu gran pista? —Estoy buscando entender por qué alguien está demoliendo todos nuestros frentes y por qué nadie allá arriba hace nada al respecto —me lanza una mirada seca—. Algo se está moviendo, Logan. Y está demasiado bien financiado para ser una simple organización criminal. —Entonces reúnes lo que tengas, lo filtras, lo entregas y te largas— escupo—. Lo de siempre. —No, esta vez no —responde tajante—. Esta vez vas a tener que salir del escritorio. Lo miro sin pestañear ante su atrevimiento. —¿Estás dando órdenes, pedazo de idiota? —No. Estoy salvando tu pellejo, cabrón —sonríe apenas, y por un instante lo odio más de lo habitual—. Porque esto no va a detenerse. Alguien está reescribiendo las reglas del mundo. Y nosotros… nosotros solo estamos viendo las cenizas caer. No respondo. No niego. No confirmo. Solo avanzo hasta mi camioneta a la que le apago el sistema de seguridad para abrir la puerta. —No traje auto, tendrás que llevarme— intenta subir y cierro la puerta de inmediato. No soy chofer de nadie y no le pedí seguirme. —Vamos, viejo. No estoy para tus arranques ahora. Quiero ir a dormir al menos antes de que el comité nos convoque a la siguiente reunión. —Pide un taxi— enciendo la camioneta. —Deberías agradecer que me preocupe por tí, pedazo de imbécil —espeta haciendo que gire el cuello—. Estamos fuera de servicio. Lo dejo que piense que le dejaré pasar las cosas. No aprende, pese a los años, que no soy Ortega para soportar su idiotez. Siempre estoy en servicio, por ello mi placa no sale de mi cinturón. Arranco saliendo del estacionamiento, la cabeza me va a explotar, por lo que alcanzo el frasco de pastillas en la guantera. Lanzo dos a mi boca sin importar si combinarlas con alcohol está prohibido. No estoy en servicio. Es la primera vez que lo hago. Y las necesito de verdad. Bajo la mirada para tomar la botella con agua, le quito la tapa y le doy un trago justo cuando el teléfono empieza a sonar. El ruido me hace tirar el agua al asiento del copiloto. —¡Maldit@ sea! —murmuro, buscando la pantalla para rechazar la llamada. No la alcanzo y me estiro un poco más para hacerlo. Un frenazo abrupto me obliga a girar el volante, un golpe lateral me provoca un dolor agudo en el brazo en el que descubro sangre, mínima, pero la hay. El sonido de metal siendo arrastrado por el asfalto me sacude el cuerpo. El cinturón me devuelve golpeándome la cabeza. El sonido de las alarmas en el sistema lastiman mas mis tímpanos, tardando en reponerme varios segundos. Una mezcla de rabia, mareo y aturdimiento me infla el pecho al salir de la camioneta, dando un portazo, dispuesto a destrozar al imbécil que tuvo la genial idea de estrellarse contra mí. —¿Estás completamente ciego? ¿Sabes quién carajo soy? ¡Maldit0 imbécil! —escupo mientras camino con furia hacia el otro vehículo, una limusina negra con placas diplomáticas. Genial. Lo que me faltaba. Un hombre delgado, con traje oscuro y auricular en la oreja se disculpa conmigo, diciendo que solo se distrajo por un segundo, hasta que una llamada lo distrae. Se apresura a abrir la puerta trasera al colgar. Entonces la veo. Esa pierna descubierta que me hacen rozar mis dedos entre sí apenas las veo saliendo del auto, la boca se me seca al ver las dos juntas, con unos zapatos que logran secarme la boca. Aunque un abrigo largo color blanco impoluto las cubre, frustrándome. El vestido es del mismo color y al estar abierto de la parte frontal, me deja ver la figura que me descoloca, recorriéndola con los ojos hasta ver el cabello recogido perfectamente que me permite ver el cuello delicado con una gargantilla de diamantes. Paso saliva. Es un monumento de mujer bajando como si el mundo entero fuera la alfombra que puede pisar sin permiso. Donde nadie más que ella puede decir que le pertenece. El mundo se me esclarece, solo para tornarse más turbio con los recuerdos que regresan como un rayo, rompiendo mis muros, provocados tan solo por ver el rostro que avasalla mi tórax. Es ella. La mandíbula se me tensa, los músculos del cuello también. No me muevo. Ni siquiera parpadeo reconociendo las facciones delicadas y con un nuevo nivel de armamento, como solía llamar a los rasgos que carga. Porque ahora, decirle hermosa, es quedarse corto. Ella avanza dos pasos, con la elegancia y sensualidad que la cubren como si fuera una capa que la convierte en un ser exquisito, el cuál actúa como si yo no existiera. Como si yo fuera parte del paisaje urbano que nos rodea y no el tipo que la tuvo esposada en una sala de interrogatorio hace seis años. —Esto no puede estar pasando —mascullo apenas audible. Porque si mi instinto no me falla, huelo el rencor que expulsa en cada inhalación. Pero esconde demasiado bien. —Agente —su voz. Esa voz fría. Perfectamente equilibrada en desinterés y modales. —Debería tener más cuidado al conducir. Las reacciones tardías pueden ser un signo preocupante, más si tienen una de esas. Sé que es mi placa lo que detalla, y en su mirada puedo ver el asco con la que parece verla. —¿Está herido? ¿Necesita que llame al 911?— su sonrisa no le abandona el rostro. —De seguro le darán prioridad, agente Crown. —Al menos no finges amnesia— suelto en lo que observa la sangre que recorre mi brazo hasta caer a mis pies. —¿Por qué lo haría?— sus pies la hacen avanzar dos pasos, uno detrás del otro. Lento, restringiendo la velocidad y la distancia entre cada uno. —Te recuerdo, Logan. Espero que ese sí sea el real. Dice mi verdadero nombre mientras su rostro cobra otro gesto, más dulce. —Dejemos las pendejadas, Evelyn—, el semblante se torna hostil. —Señora Ashford—, me corrige haciéndome probar ácido. Antes de que pueda responder, otra figura desciende del vehículo. Corbin Ashford. Con su cabello gris perfectamente peinado hacia atrás, sonrisa de político y su reloj de oro. —Cariño —le dice a ella con tono bajo, casi íntimo. Le ofrece el brazo, que ella toma sin dudar, uniendo sus manos, decoradas por un anillo dorado. Luego se gira hacia mí, con una cortesía cargada de veneno—. ¿Todo bien, agente? Agente. Ese hijo de puta. No hay palabras que puedan raspar la superficie de lo que siento carcomer la brecha entre mi control y mis ganas de hacer uso de lo que mi abuelo siempre repudió. —Llama al seguro, Genzo —se dirige al chofer—. Pagaremos los daños al señor. No vamos a tener una discusión por estos incidentes que solo retrasan. "Señor". Otra m@ldita palabra más que viene envuelta en elegancia y me sabe a veneno. —Si es dinero lo que necesita por los agravios sufridos, es lo que tendrá— me insulta de nuevo. —No necesito una mierd@—, ella observa mi brazo sangrando y podría jurar que sonríe, aunque sus labios de un rojo discreto no se mueven en ningún momento. —Tengo el suficiente para no necesitar nada. —Insisto— me mira de nuevo. No hay un solo signo de nada en sus ojos esta vez. —Genzo, haz la llamada. El chofer asiente, con esa eficacia pulida que solo los criados de los Ashford tienen. Saca su teléfono sin mirar a nadie más. Como si no tuviera suficiente tengo que soportar esto. —¿Está conforme con eso, agente? —pregunta Evelyn, con voz de porcelana. El blanco la envuelve como si fuera una diosa caída en medio del desastre. No responde a mi rabia insaciable. Pero sí maneja su rencor, mientras observo como acaricia la pierna que más presiona contra el suelo. Está armada. —¿O debo darle algo más?—, percibo el desdén con el que me habla. —Dijera que fueras transparente con tus palabras, pero eso no lo harás— percibo el movimiento sutil que Corbin contiene con una leve caricia en su brazo que revuelve mi estómago. El aire se escapa de mis pulmones, más cuando ella clava sus ojos en los míos. No hay nada de la mujer que conocí, pero la que veo, no solo activa algo en mi instinto, sino que incendia todo en mi cuerpo, de una manera que no logro comprender. Y lo peor, es que lo sabe. Sabe y por ello hago acopio de la habilidad que adquirí junto a mi placa. El anillo en su mano izquierda reluce bajo la luz de la lámpara que nos ilumina. Oro puro. Sencillo. Innegociablemente caro. Tanto como la sangre que le corre en las venas y la sonrisa por la que muchos pagaban fortunas. —Fue un accidente —logra decir Corbin, con esa sonrisa sutil que da ganas de romperle todos los dientes—. Un mal giro. Una calle estrecha. Nada que deba ensuciarse con burocracia innecesaria. Especialmente cuando ambos tenemos cosas más importantes que hacer. Ella no me mira como si me conociera, pese a usar el "agente" cada dos segundos. Me mira como si quisiera tirar del gatillo de su arma, con el cañón directo a mi frente. —Nos encantaría quedarnos a charlar —agrega el Duque—. Pero ya sabe cómo son las cenas de estado. Siempre tan puntuales. —Mi tarjeta, por si surge un problema más— el chofer es quién me la extiende cuándo ella se la pone en las manos en lugar de a mí. No la tomo, por lo que la coloca sobre la chatarra aplastada de mi auto. Cuando suben a la limusina, lo hacen sin darle importancia a nada más que no perder contacto, logrando que la migraña regrese más fuerte. La puerta se cierra con suavidad, en lo que observo el nombre en la tarjeta. El vidrio tintado oculta su silueta, pero no lo suficiente. Ella se sienta con una elegancia de hielo. Luego, gira la cabeza ligeramente. Y me mira. Una fracción de segundo. Una eternidad. No sonríe. No dice nada. Solo me mira con un vacío sepulcral en sus ojos. Y luego… La limusina arranca dejándome con el puño aplastando la tarjeta que dejo caer a mis pies. Evelyn Ashford. El imbécil logró casarse con ella...finalmente. Y lo que me jode, es lo que saberlo me causa.